lunes, 13 de diciembre de 2021

Caos y orden.

 Caos y orden es la eterna batalla entre dos significados antagónicos, entre dos contendientes necesarios y necesitados el uno del otro. Dos posturas que nos sitúan, sin quererlo, en uno u otro bando, uno más contestatario, el otro más consentido y posiblemente más admirado.

Si a uno le dieran a elegir entre el orden y el caos, no sería una diatriba difícil de resolver, que la decisión estaría tomada de antemano, bien porque la práctica o la experiencia han sido muy influyentes, o porque nació congénita en mi persona con una disposición genética a la dispersión.

El caos es alegría, es el alborozo de las cosas, es plenitud en los pensamientos alborotados, agolpados, en las ideas fulgurantes de poca vida o de muerte prematura; es la vida que espera, también la de los objetos eternos que no esperan nada de la eternidad. El caos es progreso, es exploración, es perderse en una vida de cientos o miles de zozobras. También vive, persiste y resiste en la vida queda, afable, reposada, que esconde secretos que nos aguardan y que nos necesitan. El caos es enredarse, vivir el desconcierto, sucumbir a la desorientación y ascender a la superficie a brazadas, como el exhausto nadador que se ve con el agua al cuello. El caos es desafío, un reto perdurable o imperdurable que busca una solución no permanente, pero certera y eficaz. El caos es lo impredecible, lo inesperado; es vida vivida en cada punto y en cada extremo, que la excita, que la conmueve, es como ese gran amor: bien para vivirlo o bien para ordenarlo. El caos es la aspiración al orden, a un orden infinito, inconsistente, interpretativo.

El orden es método, es agostar la ilusión, es adormilar lo impredecible. El orden es la calma del segundero golpeando en su corazón de rueda dentada, es inmiscuirse en un movimiento de rotación infinito para no olvidar dónde comienzan nuestras cadenas, para sentir que la libertad es solo el espacio comprendido entre un tic y un tac. El orden es conservador, con una aspiración genética, intrínseca, íntima, por mantenerse. Es rigidez, tiesura, rezura y estructura monocolor, de formas simétricas, de ángulos rectos o perpendiculares todo lo más. El orden es la obsesión y aspiración de la especie humana para vanagloriarse de estructura férreas coquetas; de alienación constante e incesante, sin quebrantaduras ni eslabones defectuosos, de simpleza de ladrillo.

Viviré, por tanto, mi caos, ese orden vital que se enfrenta a lo geométrico, esa anarquía creativa que insulta al autoritarismo, a esa dictadura de las reglas rígidas, tiesas y envaradas. Viviré este caos que me acoge y me recibe cada día hasta llegar al orden definitivo, ese orden inevitable, de silencio, que todo lo aliena, que todo lo endurece, que te roba los sentimientos y hasta las expresiones. Viviré mi caos hasta que me alcance ese orden de muerte, ese orden de la nada.


© j.c atienza. Diciembre 2021.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

CETAN. XXXII Certamen de teatro aficionado de Navalcarnero




 

Caía la bruma, como en esas noches de costa cargadas de melancolía con el mar susurrante y expectante. La noche alboreaba un adiós, un hasta pronto. CETAN se despedía de su XXXII edición, y qué mejor compañía que un taciturno orvallo que extendía su alfombra cristalina para ofrecerme sus parabienes.

Acudí a su clausura sollozando por esos sábados futuros, que podrían ser cualquier otra cosa, incluso tardes de teatro, pero ya no serían tardes de CETAN. Primero fue un café ―como ya era costumbre―, a las puertas del teatro, dejándome seducir por los focos, la música y la alfombra roja. Después, me acomodé en la butaca dispuesto a disfrutar de la función.

En el ambiente se respiraban nervios y se atestaba de expectación. Era la entrega de premios. Mucha alegría y alborozo en las butacas al saberse nominados, y más aún cuando eran premiados; premios que se recibían con más entusiasmo del que muestran las grandes estrellas, entusiasmo contagioso del que fui partícipe desde el anonimato de mi butaca.

CETAN, organizado por el grupo Azabache, que posee un arraigo en la urdimbre de Navalcarnero, contó con el apoyo de Cultura y del público, que demostró su gusto por el teatro acudiendo a él e incluso llenándolo. Dictó su veredicto y sentenció según sus preferencias mayoritarias. Se decantó más por las comedias o por las medias sonrisas. «Demasiadas penalidades hemos pasado ya», pensaría más de uno. Tal vez fuera porque la pandemia también estuvo presente en el patio de butacas y ejerció su voto ―aunque no sé si con derecho― y sus influencias. Un público aficionado y, en muchos casos, entendido, que quiere, exige y busca sus espacios, espacios de ocio en los que la oferta esté más allá de una verdulería con trajes de noche.

Entre aplausos, se cerró el telón. No quise esperar a que se apagasen las luces. Era el momento de los protagonistas, y allí se quedaron mientras sus exaltaciones se mezclaban con el sucinto chapoteo que me recibía a la salida. En la memoria queda la excelente calidad mostrada en las tablas, los textos tan sorprendentes y elaborados, y mimados y espejados, que borraron o, cuando menos emborronaron, esa frontera entre lo profesional y lo aficionado que, si bien es meritorio y admirable lo primero, también lo es lo segundo: actores y actrices buscando tiempo de donde casi no lo hay, sacrificando relaciones y familia cuando la vida comienza tras una jornada laboral ajena a la interpretación.

Atrás fue quedando el teatro. Caía la bruma como un viejo telón sobre su escenario, como una clausura, y lo hacía en una lenta parsimonia, en una perezosa procesión. La noche había dejado escrito su adiós. El taciturno orvallo, me rehumedecía como despedimiento mientras el eco de los aplausos aún percutía en mis oídos, y la memoria, mi frágil memoria, todavía hoy, se esfuerza por recordar nombres ya imperfectos y escenarios incompletos que quieren formar parte de los recuerdos imborrables.

Enhorabuena a todos: organizadores y participantes y hasta pronto. Hasta la siguiente edición.

© j.c atienza. Noviembre 2021.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Teatro y teatros.


 


Teatro y teatros y, a sus puertas, tan importante como la obra o el propio teatro, los conventículos de aficionados y de expertos. Para los primeros, los que van una vez al año, sonríen cuando una cara conocida les reconoce, o cuando una persona de influencia destacada, aunque solo sea concedida por un periodo determinado y de signo político divergente —que poco importa tratándose de influencias y posiciones—, ejerce un leve movimiento de su testa para desplegar un saludo. Crece entonces una ficticia distinción, tan efímera como el propio aplauso de la obra, y creerá formar parte de la sociedad influyente que rubricará en sus ademanes e incluso en sus amistades. Será solo una distinción distinguida por la ciencia de la fortuna como compensación por su asistencia a un evento cultural, porque la cultura es la cultura, y la cultura se premia, aunque el premio sea una escueta moneda de valor discutible, minúsculo en cualquier caso e intangible en todos, que le permite integrarse en círculos tan cercanos, tan próximos, tan íntimos, en los que practicar apología del sexo o inmiscuirse, con un mínimo de rigor, al menos, en alguna orgía intelectual, de esas que suceden en cenas improvisadas, unas, y planeadas o planificadas en otras, porque lo de menos, seguramente, fue el teatro, aunque después haya sido lo más. 

Y, luego están los segundos o los otros: los expertos, los que no se pierden una, los aficionados de verdad que analizan la puesta en escena, vestuario, texto e interpretación, los que son pedagogía y crean escuela, los que están más allá de las redes sociales, los que conviven entre las palabras sabias y las preguntas inteligentes. Los que enseñan, vamos. Ellos son también los más quejicosos, los que se lamentan con frecuencia, los que ven peligrar el teatro y los que buscan las causas de la desafección., Y tras ellos o a su alrededor, los corrillos, esos anillos humanos que circundan un núcleo, como un pequeño universo en el recibidor del teatro, con sus intelectuales novicios, sus becarios en prácticas, sus «presumidores» con arte y oficio que buscan hacerse un hueco, los curiosos que quieren ser enteradillos y los aprendices que aspiran a ser considerados y respetados.

Teatro y teatros, porque el teatro, no sé si el bueno o el malo, o indistintamente, empieza a disfrutarse y vivirse en el exterior. Que no sé si la asistencia al teatro es más por ver lo que acontece a sus puertas que tras ellas.

 

 © El embegido dezidor.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Ayuso y su educación "regalada".

 

Habló Ayuso, y lo hizo por esa boca de eco y noticiario, entre el discurso pugilístico y cortesano, entre lo bravío y lo vulgar, o con ambos, porque es de su naturaleza ser generosa, braveadora y buscarruidos.

Habló Ayuso y causó pavor, incredulidad, irreligiosidad y aplausos que, en esto, como casi en todo, va por barrios; y ella, encopetada y farfantona, anunció el final de una educación regalada. ―¿Acaso hay mejor regalo? Me pregunto―. Será porque Ayuso no ha tenido una educación regalada, o porque su educación no fue ni mucho menos un regalo, tiende al reduccionismo, a la idea desnuda, sin curvas y sin lencería y, por ello, ha causado tanto revuelo en redes y fuera de ellas, porque la sencillez e incluso la simpleza no son solo bien entendidas, sino veneradas.

Pero prestando atención a su discurso, o a la falta del mismo, y teniendo como precedente la animadversión que la presidenta siente o padece por la escuela pública, que podrá ser escuela, pero en sus desvelos no es educación, afirmo que ha sido mal entendida. Conclusión a la que llego por descarte. Si la escuela pública no es educación y en la otra escuela, la de empresa y billetera, se paga hasta por figurar, queda únicamente la escuela concertada como ejemplo real de educación regalada.

Y Ayuso ha advertido, y lo ha hecho por adelantado; de modo que una vez que estos «regalos» para matricularse en una educación subvencionada por la teta del Estado desaparezcan, puede que lo que se entendió por un privilegio defendido a capa y espada por plazas, bares y velorios con lacitos naranjas y enseñas rojo y gualdas, sea ahora un castigo por querer pertenecer, de apariencias, a una clase social por encima de sus posibilidades, pues es, al fin y al cabo, un episodio más en la lucha de clases, pero donde solo combate una: la de Ayuso.

 

© j.c atienza. 


lunes, 11 de octubre de 2021

Feria del libro de Navalcarnero: un oasis.

 


En Navalcarnero, más que una feria del libro, se ha presentado una miniferia. Una feria seguramente meditada, parida con cariño y crecida entre arrumacos, pero de la que han huido los libreros. Indicador este, indiscutible, de que el ideario no ha funcionado bien o que el ideador/a, siempre voluntarioso/a, sufre y asume las consecuencias de decisiones de última hora, poco instruidas y ajenas a su persona. La feria, en definitiva, ha sido una de esas ferias impostada, artificiosa, incluso obligada, una feria de adorno, para salir del paso, con ilusión seguro, pero con afligimiento. Una feria que se muestra como una prostituta novata, sin atractivo, que no sabe bien dónde ubicarse y espera la noche para no mostrar sus vergüenzas o sus carencias. Porque la feria, no nos engañemos, ha sido una pequeña pústula en el solar de la plaza, o si se quiere, una fortificación enfadada que le da la espalda al mundo o, para los más optimistas, una nueva Numancia que se resiste al cerco de las cañas y tapas.

Y si alguien piensa que esto es ficción, bien le aseguro lo contrario, que tal vez, por eso de incentivar, habría que fomentar: «Un libro, una caña y una tapa», y así, esa libertad de soflama y telediario, tan avasalladora como poco convincente, de cañas y tapas me refiero, se parecería un poquito menos a esa libertad —la real, la verdadera, la que sufrimos— de «cañas y barro», al menos en apariencia, pues en eso se ha quedado esta feria, en una apariencia. Y después de esta disertación y búsqueda de epítetos y calificaciones, sin pretender ser un agorero, o al menos no tanto, me quedo con la palabra oasis como el mejor símil para resumir lo que ha sido esta feria.

Pero es momento de ser optimista, y más vale poco que nada, que siempre es mejor ver el vaso medio lleno que medio vacío. Que, si bien podría ser vista como una amante despechada en una España de mantilla y escapulario, ésta ha sido generosa y entrañable, y ofrecida y dadivosa. Por tanto, debemos celebrar, como amantes de los libros, que tuvimos nuestra feria, como también la tienen los amantes de las tapas, que ambas no son incompatibles.

Y para nosotros: lectores, escritores y libreros, y gente del mundo de la literatura, este pequeño aposento es una gran conquista, que sabe muy bien, porque es conocido que en el mundo del libro lo poco es mucho y lo pequeño grande. Es mi obligación felicitar, con el más sincero agradecimiento, a todos estos guerreros/as sin antifaz que, desde sus acantonamientos, nos abren las páginas de los libros como banderas para ondear libremente en nuestras cabezas y de quienes, con mucha voluntad, consiguen que año tras año la ilusión por los libros continúe.

 

© j.c atienza. Octubre 2021


viernes, 26 de marzo de 2021

DE HATERS, SALTEADORES Y MERETRICES

 

¿Es el ocio la nueva enfermedad de la sociedad del siglo XXI? A tenor de los acontecimientos así lo parece, y si todavía no lo es, los síntomas son más que preocupantes. Nos hemos acostumbrado a vivir rápido, casi despreciando y desperdiciando, cuando no castigando, las cualidades de nuestros sentidos, mutilándoles los matices. Vivimos con gran intensidad, en muchos casos inexplicable y en otros inaudita, queriendo vivir en un corto espacio de tiempo lo que hubiese requerido de horas, y esto, también se trasmite a nuestro ocio.

La insatisfacción que el ansia provoca, esa ansia de ser y estar felices, anhelando una felicidad rápida, que también se compra y se consume, nos predispone al encuentro de fórmulas nuevas de ocio que, fuera de los lugares destinados a ello, nos cuesta encontrar. Y, ciertamente, imposibilitados ya para esa exploración, perdido nuestro punto de origen, nos abocamos a sanar nuestras insatisfacciones en lugares más cercanos e incluso más íntimos: nuestros hogares, nuestro ordenador; y lo hacemos desde lo más simple y banal y, por tanto, desde lo más inmeritorio. Y es en este punto cuando surge «la mala baba», y nuestras propias frustraciones, nuestros propios desprecios, nuestra triste vida se desparrama a través del teclado y viaja anónima en la nube hasta llegar a su paradero, y no lo hace para crear, ni siquiera para criticar, sino para destruir, para arramblar y asemejarlo todo a ras de nuestras tristes vidas. De ahí los «hater» y demás especímenes cicateros, salteadores de la conversación y meretrices de la palabra que, después, sobre el terreno que pisan, sin más compañía que su propia sombra, mantienen la compostura serena y la palabra calmada para no decir nada, para aceptar o sucumbir, o simplemente para no hacerse notar.

Pero tal condición, que es intrínseca al desarrollo de la humanidad, si bien antes era en los corrillos y en pequeñas reuniones a la puerta de la iglesia o del colegio, ahora se hace individualmente y, como entonces, pero actualizados a estos tiempos digitales, se buscan alianzas anónimas en las redes y el consuelo del aplauso y del «me gusta», y, así, al menos, queda la satisfacción de haber sido por unos instantes, el/la protagonista.

A ver si va a tener razón un pedagogo, conocido mío, cuando allá por los años noventa, afirmaba que el mal de pueblo era el exceso de tiempo libre que, de otra manera, estaría más ocupado en resolver sus problemas que en generárselos a los demás.

 

© El embegido dezidor. 

domingo, 21 de marzo de 2021

MAESTROS ESTRELLA Y MAESTROS ESTRELLADOS. La mala educación XXI.

 

Es evidente que en esta profesión —a la del magisterio me refiero—, como supongo ocurrirá en las demás profesiones, siempre han existido y existirán los buenos, los malos, los entusiastas, los desanimados, los vocacionales y, por supuesto, también los «pasados» o los «quemados».

Pero de un tiempo a esta parte, me encuentro con una nueva partición —hasta ahora desconocida por mí fuera de los corrillos de puerta de colegio—, que dudo sea extensible a las demás profesiones porque en ésta, y he aquí lo curioso, nace desde el mismo embrión de la escuela, es decir, desde los propios maestros. Y es que ahora tenemos, además, profesores estrella y, por el contrario, los estrellados, es decir, el resto. Y para constatar tal hecho y demostrar que no es consecuencia de mi iracundia, pásense por los muros de redes sociales de algunos de los «agraciados», pues verán que han aparecido concursos y quién sabe si vendrán también programas —tras exhaustivos estudios para preparar audiencias— de entretenimiento en vivo en los que participe la gleba con sus votos

Y esta aclamación —la de los agraciados—, que roza la glorificación, me pregunto si no es, en muchos casos, más que la aceptación o la adaptación de algunos o muchos de estos buenos maestros a los postulados de sus votantes o de las empresas que les aúpan, a los que, en un futuro, se deberán para no ser denostados o quemados en el patíbulo.

Pero si algo es más sorprendente en una profesión poco dada a las alegrías, es la promulgación de su nominación, incluyendo una buena ración de sabiduría que, lejos de ser lección, pretenden que sea dogma a seguir; como si los maestros necesitasen más gurús para realizar sus trabajos. Y no reprocho este hecho —el de airearlo en las redes sociales con laureles y pétalos de rosa si es necesario—, no, sino el desprecio que desprenden hacia la labor de otros profesionales que cumplen sus objetivos o que lo intentan; cuyos métodos se alejan notablemente de las «modas estrella», o no tanto, y cuyos resultados no difieren en absoluto —como nos pretenden hacer creer desde sus púlpitos con sus discursos triunfalistas y demoledores—, de los «maestros estrella».

Y si alguien ve en mí un prurito de envidia, que no faltará quién, a mis años, y ya retirado, fueron mis alumnos quienes me otorgaron el título del «Abuelo Maestro», y llevaron a sus hijos para que siguiera siendo su maestro. ¿Acaso hay mayor recompensa?

 

© El embegido dezidor. 

viernes, 5 de febrero de 2021

QUIERO LIBROS

 

Si me preguntaran cómo quiero vivir los años que me queden, contestaría, sin dudar, que rodeado de libros. Doy por hecho, para evitar suspicacias y maledicencias, que, por supuesto, al lado de los míos, de mi familia, porque en este punto quiero ser un privilegiado, y considero un premio irse cuando corresponde, pero siempre el primero, que no quiero llevar las despedidas adosadas a los recuerdos.

Habrá quien se pregunte: «La de este hombre debe ser una vida aburrida», y no voy a ser yo quien se lo discuta, pues es cierto que no es mi vida una vida para ser narrada, porque si alguna vez tuvo algo de interés, ese quedó para la memoria como algo pétreo que ni los recuerdos, a mi edad, consiguen trasmitir vivacidad. Ahora, y por ser un momento en el que la vida ofrece mucha resignación, y las ilusiones, si aparecen, son muy comedidas e incluso dosificadas, son los libros una fuente de vida y de salvación.

Tal vez por todo esto, haya nacido en mí la pasión por los libros, una pasión que, si bien no es reciente, se ha acrecentado con la edad y tal vez —con un poco de mala leche—, este aumento ha ido de la mano al mismo ritmo que mis ojos han perdido autoridad. Y el resultado debe ser, pues me gusta encontrar una explicación, que cuando uno apenas puede vivir su propia vida, ésta se encuentra entreverada en esas páginas, viva en esos personajes que ahora me empeño en buscar. Vida o vidas que nunca he soñado y que, con seguridad, jamás viviría ni viviré, pero que, a través de sus páginas, esas vidas que pertenecen a otros, me acompañan, las acompaño y las comparto.


Sí, por favor, quiero libros, y táchenme si quieren de sibarita, pero creo que puedo tomarme esa licencia, porque tratándose de libros, confieso que los prefiero de papel, porque el libro es como el sexo, que si los sentidos son muy importantes, el tacto es fundamental.

 

© El embegido dezidor. 

sábado, 23 de enero de 2021

HUMANIZAR LAS AULAS. La mala educación XX.

 

¿Qué ha unido a la pandemia, al temporal y a la educación? La digitalización. Y esto que, sin duda, debiera ser una buena noticia, y de hecho lo es, sin embargo, lo que se ha puesto de manifiesto es que esta extraña consustancialidad, es cuando menos, dificultosa. Es decir, que o se pone remedio de inmediato o el divorcio está a cascaporrillo.

Con anterioridad al 2020 y más concretamente en este fatídico año
del 2020, aprovechando las adversas circunstancias, la digitalización era el curalotodo de la educación y, por ende, el paso previo para la desaparición de la enseñanza presencial. La figura del maestro quedaba relegada a un segundo plano, simplemente como mero conductor de las diferentes enseñanzas. Noticia esta, muy atractiva para los administradores de lo ajeno que veían suculentos ingresos en sus cuentas de ahorro para destinarlos a otras partidas, algunas más sociales que otras, y también para algunos bolsillos particulares, porque en este país, digan lo que digan, la tendencia es muy importante.

Pero si algo ha dejado patente los días de confinamiento y el obligado recogimiento por el temporal, es que desdeñar la enseñanza presencial, sería cuando menos, conducir a una gran parte del alumnado a un suicidio colectivo ―entiéndase por suicidio una condena al alumnado que estaría dictada y nunca firmada―. Confinarse sin más pretexto que el aducir que todo lo tengo en casa, algo inexorablemente contra natura, es una entusiasta aspiración a la que nos están conduciendo con premeditación y, ante la cual, sucumbimos como borregos ―¿consecuencia de la tecnología?―. Pero la educación ha descubierto las quebraduras de estas aspiraciones, así como las insuficiencias de esta digitalización que no puede ser de cualquier manera y que, a edades tempranas, son más que evidente y si se quiere, transparentes.

Llegados a este punto, y después de lo sucedido, y si la experiencia sirve para mejorar lo aprendido, lo que toca es humanizar más las aulas, y eso, como todo lo relacionado con la educación será labor de profesores y maestros. Y a los responsables de la digitalización, les corresponde encontrar el equilibrio, la combinación más perfecta y beneficiosa donde la dualidad: maestro y tecnología, se den la mano.

 © j.c atienza. 

viernes, 22 de enero de 2021

CIUDADANÍA SÓRDIDA E INFAME.

 

«Si el cielo de Castilla es tan alto, es porque lo levantaron los agricultores de tanto mirarlo». Así lo dejó escrito Miguel Delibes. Y hablando de Navalcarnero, no sabemos si el cielo está tan alto, o si simplemente está alto, porque aquí, y tal vez porque hayamos dejado de ser castellanos, no miramos al cielo. Y no lo hacemos porque no nos guste, ni porque la tecnología nos embruje o nos atonte que, en Navalcarnero, si no miramos al cielo es porque sufrimos imposibilidad. Y la realidad, por mucho que nos duela, es que como paseantes no desligamos nuestros ojos del suelo, que mirar al cielo se ha convertido en un ejercicio de riesgo, o cuando menos molesto.

 Y no digo esto porque sí, que si usted pasea por nuestras nobles calles, no es necesario mucho esfuerzo para ser ungido, por la buena ventura, con un excremento canino adherido a la suela del zapato, que sus dueños, del can me refiero, deliberadamente, han preferido ignorar.

 
Y debe ser que estos personajes —que dudo de su exquisita pulcritud en sus hogares y que, sin vacilación, manifiestan una ciudadanía sórdida e infame—, se han sentido molestos por este paisaje bucólico que la nieve nos ha dejado y, refugiándose en el silencio y en la ausencia de miradas, han determinado, en un ejercicio excrementoso, muy al orden de sus estercoleros neuronales, ejercer libertinamente la evacuación de depósitos orgánicos de mamíferos cuadrúpedos en aceras y calzadas a su libre albedrío. No sé si pretenderán abonar el asfalto, pero desde luego, necesitan que sus cabezas sí sean abonadas, y urgentemente, por ese néctar tan efectivo: la multa.

 

© j.c atienza.


sábado, 16 de enero de 2021

LA MALA EDUCACIÓN XIX. ESA VECINA QUE ME DIJO... III. (Ley Celaá)

 Desde mi despacho escuchaba cantar a mi vecina, y puedo decir que fue grata la sorpresa, que mi pluma rebosaba de felicidad, pues recorría el papel dejando trazos que mucho me temí que no fuera capaz de darles un final.

 Empezó con la Pantoja y ese famoso “Marinero de luces” que repetía una y otra vez, y les aseguro que, siendo solamente un aficionado a la música, aunque lamentablemente de habilidades precarias, a cada repetición mejoraba ostensiblemente su interpretación, así como su afinación que terminó siendo impecable. Y, después de la Pantoja, le llegó el turno a Nirvana. Ya no puedo decir el título pues no soy muy dado a retenerlos y mucho menos en un idioma que no domino y que me ha causado múltiples trastornos. Pero ella también canta en inglés, y es que descubrí que a mi vecina no solo le gusta parlotear e incluso vestirse de cruzada, sino que, además de sus bravuconadas, le gusta cantar y es políglota. Mucho me temo que tal disposición suponga para ella obligación por demostrar de manera continuada sus dotes en su oratoria.

 Pensé entonces que, tal vez, mi vecina, no había sido ungida por alguien del mundillo del arte y, por tanto, no había gozado de esa oportunidad que otros, posible y seguramente con menos mérito que ella, sí habían tenido.

 Quedé, de acuerdo conmigo mismo, que en cuanto la ocasión se presentara, le hablaría sobre el tema. Que la igualdad de oportunidades es, sin duda, un perfecto mostrador inexpugnable de que un país y una sociedad, evolucionan sana y favorablemente. Se trataría, pues, de un país en el que, en todas sus facetas, estarían los mejores, los más capacitados y los más preparados.

 Pero es por ello que aquí es tan necesario crear educaciones alternativas, porque no se trata de encontrar a los mejores, a los más capacitados, sino, siendo un negocio, encontrar, de entre los suyos y solo de entre los suyos y, por negación de los demás, a los más preparados, que no tienen por qué ser los más capacitados o los mejores. ¿Entendería que a una sociedad se la castigase con desplazarse en triciclo para que aquellos que tuvieran bicicleta fueran los más rápidos, pero, al mismo tiempo, se le negase a quien tiene un vehículo a motor la gasolina para hacerlo funcionar porque desmerecería a los demás?

 Tal vez, mi vecina reflexione sobre esto. Tal vez podamos llegar a entendernos. Albergo esa esperanza.

 © j.c. atienza. 

martes, 12 de enero de 2021

LA MALA EDUCACIÓN XVIII. ESA VECINA QUE ME DIJO... II (Ley Celaá)

 

Me contaba mi vecina, en uno de esos días insulsos, en los que no hay mucho de qué hablar, en una de esas ocasiones en las que uno espera que la conversación termine cuanto antes para no ensombrecer más un tiempo indeseable que nunca debió suceder, la historia y el porqué de la matriculación de su hijo y de la elección de colegio. Y todo ello macerado, que no dulcificado, pues iban sus palabras cargadas de vinagre y picante, con una perorata envenenada que apuntaba una y otra vez a una escuela y, más concretamente, a una ley que sí, que me afecta directamente, pero que yo no he redactado. Si a alguna conclusión llegué, o más bien confirmé, es que mi vecina y yo no nos pondremos nunca de acuerdo. Pero, aun así, no cejando en mi empeño y, tal vez, por deformación profesional, le rogué que me escuchase, que mis palabras le aportarían una información extra que, sin ser nada extraordinaria ni secreta, podría serle de valor, y que no encontraría, muy posiblemente, en su televisión.

 
Esta afirmación pareció convencerla, al menos no hizo por marcharse, y sé que lo deseaba. Se quedó a la escucha, aunque solo fuera por demostrarse y demostrar después ante su prole, que ella tenía informaciones diferentes con las que enriquecer el debate.

 Le expuse que su cruzada ―de este modo quise halagarla―, sin poner en duda su legitimidad, estaba lejos de querer, o más bien de buscar, una educación concreta, específica y común para el país; que bajo esas banderas, ahora naranjas, el objetivo principal dista mucho de lo ya citado, y sí es alimento de muchos caraduras, de esos que mueven los hilos y que siempre encuentran el apoyo en una gleba reacia a la reflexión pausada. Izar bandeas puede ser un ejercicio muy saludable, y seguramente lo es, pero que tras la enseña está el objetivo, que no es otro que el de mantener, sostener y eternizar unos privilegios.

 Ella clamó al cielo, bueno más que al cielo a mí, y me dijo que “quién si no se iba a interesar por una educación determinada que ellos, que apelaban a la libertad y que parecía que solo ellos eran los interesados”. Interpreté que ese «ellos» se refería a la escuela concertada. Le incidí en mi argumentación: «El interés debería ser de todos, y cuando solo es parcial, usted me está dando la razón».

 Ella no contestó —no porque no tuviera contestación, que sé que la tenía—, y prefirió callar. Rara excepción, pues es del gusto de dar la bravuconada, que así lo practicó en sus años de aspiración política. Y yo aproveché que tal oportunidad me brindaba para seguir con mi discurso que ya se parecía a un soliloquio.

 Y en la selección radica la vehemencia de tanta protesta, continué, pues si esos privilegios, siempre de unos pocos, fueran de la mayoría, dejarían de ser privilegios. Afortunadamente no se trata todavía de una selección natural ―aunque no faltarán propuestas encaminadas a la consecución de dicho objetivo―, pero sí una selección económica.  Y aquí está el quid, se trata pues, de conseguir esos privilegios y apropiarse de ellos como algo natural, más por diferenciación o por apariencia que por convicción, que ya dice el dicho: «vístete como quieras que en la calle te desnudan».

 La cara de mi vecina era un conglomerado de gestos, que, desde luego, certificaban que no aprobaban mis palabras.

 

© j.c atienza.

domingo, 3 de enero de 2021

LA MALA EDUCACIÓN XVII. ESA VECINA QUE ME DIJO... I (Ley Celaá).


ESA VECINA QUE ME DIJO... I 


Hace no mucho tiempo ya escribí sobre los conciertos escolares, y no me refiero a los conjuntos instrumentales para el disfrute del alumnado, sino a esos acuerdos entre gobierno, comunidades y empresas por mantener una educación apartada, exclusiva, que viene sucediendo y creciendo durante años, alimentada y cimentada bajo y sobre el sofisma de la libertad de elección y el miedo ante la posibilidad de que determinados privilegios desaparezcan.

Así, en plena lucha fratricida con el debate en retirada, la nueva ley de educación, gracias a la acción meticulosa de nuestros políticos, provoca, lamentablemente, conversaciones otrora amigables, que se convierten en armas para enfrentar e incluso dividir. Y eso fue lo que me ocurrió, que fui víctima paciente de las soflamas hábilmente instauradas y labradas en la cabeza de mi vecina para revivir lo ya vivido a través de los medios de comunicación.

Ella apareció, por una de esas casualidades, en el rellano de la escalera. ¡Cuánta coincidencia!, No hubo un buen saludo, uno de esos que inflama la mañana, sino más bien un discurso que debía ver la luz cuanto antes. Y ella, dispuesta, como un político más, adquiriendo magistralmente sus mismas herramientas para los mítines, más basados en las emociones que en las razones, se dispuso a poner en práctica sus habilidades personales para convencerme de la demoníaca finalidad de una ley de educación que adoctrina a los más pequeños y a los más vulnerables.

No voy a ocultar que alumbrar una respuesta tras la relatera fue tarea fácil. Primero sosegué mi cabeza, ejercicio cada vez más difícil de domesticar, pues me resulta cada vez más trabajoso asumir como verdades absolutas las filfas que se propagan para intoxicar. Entendí, entonces, que era ella una de esas personas vulnerables, y siendo paciente contesté a mi vecina.

Le dije que quien más debiera defender la escuela pública son, precisamente, las familias cuyos hijos están matriculados en la escuela concertada y que, en estos días, en vez de izar con voluptuosidad por las calles de Madrid y otras ciudades banderas naranjas emulando a las antiguas cruzadas, deberían hacerlo con banderas verdes, pues es la escuela pública quien mantiene y sostiene a la enseñanza concertada, que es -la escuela pública- quien despeja de sus aulas a los alumnos incómodos e incluso al alumnado que dejaría en mal lugar al colegio en las estadísticas de mejores colegios. Afirmación que no es gratuita, como se reconoce al aseverar, en muchas de sus páginas web, y como reclamo para nuevos alumnos, que una de las ventajas de sus escuelas es que el proceso de selección del alumnado es más exhaustivo.

Es por ello —aunque solo sea por este motivo—, que es la escuela pública la gran causante de la subsistencia de un colegio concertado y, por tanto, que las concentraciones debieran estar aferradas a mantener la idea de valorar la escuela pública porque solo así pueden sobrevivir sus privilegios.

            Mis palabras debieron resultarle hirientes, pues ella me dio la espalda y caminó sin despedirse.

© j.c atienza.