«Si
el cielo de Castilla es tan alto, es porque lo levantaron los agricultores de
tanto mirarlo». Así lo dejó escrito Miguel Delibes. Y hablando de Navalcarnero,
no sabemos si el cielo está tan alto, o si simplemente está alto, porque aquí,
y tal vez porque hayamos dejado de ser castellanos, no miramos al cielo. Y no
lo hacemos porque no nos guste, ni porque la tecnología nos embruje o nos
atonte que, en Navalcarnero, si no miramos al cielo es porque sufrimos
imposibilidad. Y la realidad, por mucho que nos duela, es que como paseantes no
desligamos nuestros ojos del suelo, que mirar al cielo se ha convertido en un
ejercicio de riesgo, o cuando menos molesto.
Y
no digo esto porque sí, que si usted pasea por nuestras nobles calles, no es
necesario mucho esfuerzo para ser ungido, por la buena ventura, con un
excremento canino adherido a la suela del zapato, que sus dueños, del can me
refiero, deliberadamente, han preferido ignorar.
Y
debe ser que estos personajes —que dudo de su exquisita pulcritud en sus
hogares y que, sin vacilación, manifiestan una ciudadanía sórdida e
infame—, se han sentido molestos por este paisaje bucólico que la nieve nos ha
dejado y, refugiándose en el silencio y en la ausencia de miradas, han
determinado, en un ejercicio excrementoso, muy al orden de sus estercoleros
neuronales, ejercer libertinamente la evacuación de depósitos orgánicos de
mamíferos cuadrúpedos en aceras y calzadas a su libre albedrío. No sé si
pretenderán abonar el asfalto, pero desde luego, necesitan que sus cabezas sí
sean abonadas, y urgentemente, por ese néctar tan efectivo: la multa.
©
j.c atienza.
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