lunes, 22 de abril de 2019

LA MALA EDUCACIÓN X. ¿La ingratitud de lo antiguo?

La gratitud y la ingratitud convergen en un mismo escenario y en continua tensión en donde no faltan ocasiones en las que la balanza se inclina ostentosamente hacia uno u otro lado no siempre haciendo justicia.

Y digo esto por las palabras de una niña, no mayor de nueve años que me preguntó, muy convencida ella de sus palabras, si no era demasiado mayor para hacer esto. «¿Para hacer qué?» le pregunté. «Pues esto» fue su respuesta que no fue muy clarificadora. Indagué un poco más y finalmente me confesó, con cierta timidez y prudencia, que se refería a enseñar, que si no era demasiado mayor para enseñar.

Y fue entonces cuando llegaron a mí aquellas imágenes, ya antiguas, de aquellos profesores, rondando los cincuenta, que consideraba mayores, y la celebración posterior cuando en el aula aparecía un profesor al que consideraba joven. Por aquellos entonces mi edad rondaba los catorce o quince años, pero no me imaginaba que una apreciación así, naciera a tan temprana edad.

En un primer momento, y no descarto que pueda estar convirtiéndome en un viejo prematuro o que sea realmente esta edad en que uno entra, sin pretenderlo, en la consideración de viejo, y tal vez como autodefensa, me pregunté si este mundo que premia más la juventud que la experiencia, y más la mediocridad que la ilustración, no estará ejerciendo su influencia en edades tan tempranas en las que la imagen, y si se quiere, también lo superfluo, están alcanzando cotas que paren, como conejos, mesías efímeros cuya muerte es eclipsada e ignorada por el devenir de lo nuevo. Es, en definitiva, una espiral diabólica que castiga sin piedad al pasado y aniquila sin compasión lo antiguo.

Pero también nació en mí una incómoda reflexión, o más bien dos, que muy probablemente debieron fluir hace tiempo y a las que no me he querido enfrentar. Es posible que sus palabras fueran una crítica hacia mi errónea labor o fuera simplemente la consecuencia de que no compartía mi manera de trabajo o mi manera de ser alejada, y cada vez más, de las inquietudes infantiles. Tampoco sé si a estas alturas empiezo o soy ya un ser acomodado y son necesarios nuevos aires. Si es así, pido entonces clemencia y amparo, y clamo, porque es la enseñanza a lo que me he dedicado durante veintiséis años, que se encarguen de mi retiro, que no pido mucho, el cariño de los míos y un lugar apartado de la vorágine urbana donde disfrutar de la tranquilidad con mayúscula y un poquito de soledad y, también, un pequeño fondo monetario para vivir con dignidad. Eso es todo.

© José Carlos Atienza. 

LA PRINGOSA INFECCIÓN DE LA POLÍTICA.


Desperté con un deseo imperioso de pasear por la plaza de Navalcarnero bajo sus soportales. Es una costumbre que asciendo a la condición de fijación achacable únicamente a una edad que implora rutinas activas.

Como se puede intuir, el sueño se despejó aceleradamente y mis quehaceres, que nunca son urgentes, no fueron ningún impedimento, y mucho menos un retraso, en mis aspiraciones por ocupar una mañana. En este tránsito obligado, el tiempo place con una tranquilidad que nunca quebranta la armonía familiar, máxime cuando el tiempo es una valiosa moneda que no sé sabe dónde emplear.

Al llegar a la plaza, cuando el pálpito de un pueblo empieza a sacudir sus calles, embalado en una acogedora mañana de abril, un mes todavía preadolescente, y con los días festivos reverberando en las vetustas paredes de aldeas semiabandonadas esperando llenar de nuevo de algarabía sus calles y hogares, quise, ante la bienvenida de una plaza que se asomaba tras la embocadura de una de sus calles, sentir la recreación con la que cada día me gusta alimentar mi alma.

Su esplendor arquitectónico, bañado por el sol y marinado por unas columnas plateadas por la caricia de éste, se derrumbó ante mi mirada, ahora propiedad de un ser petrificado. Todo mi alborozo quedó truncado por una anormalidad imperante en toda ella como una infección taponada con urgencia para disimular falsas heridas.

Pero no, no se trataba de quebrantaduras en su osamenta ni de graves desperfectos ocasionados por la indolente mediocridad, de asalvajada ignorancia, de individuos todavía creyéndose pertenecientes a la especie humana; que esa honda preocupación hasta hubiera supuesto un consuelo viendo, como se ve, la deriva de la especie humana hacia cotas inimaginables de estulticia, o para que se me entienda, de gilipollez, porque siempre, aunque cada vez más vaga, queda la esperanza de recuperación y reparación.

Lo que acontecía en la plaza era de una gravedad liviana para muchos, y lo entiendo, y extrema para otros, pues es de nuevo la especie humana, pero de otra clase, y para más concretar la especie política, siempre tan proclive en llamar la atención y en vanagloriarse a sí misma, que no han tenido mejor idea que invadir la plaza a su gusto y semejanza.

La plaza estaba maquillada como una vulgar esquinera entrada en años que desea, porque no tiene otra manera de disimular su decadencia, despertar la atención de algún longevo individuo que ante una repentina juventud en su entrepierna no quiere sentirse disminuido.

En eso había quedado la plaza, y lejos de despertar en mi vetusto sexo ninguna ilusión ni adolescente ni reflexiva, convertido en un visitante indeseado y ahora en un cronista molesto e ingrato ante el apabullante espectáculo de hediondo envilecimiento, puse mis pies en retirada esperando encontrar en los páramos limitados de hierba y arboleda controlada y diseñada, dónde protegerse de la vanidad, la soberbia, pero también de la ambición y el egoísmo y demás epítetos innumerables hasta que los tiempos electorales queden como ese telegrama arrugado, polvoriento y amarillento, abandonado en algún rincón desmemoriado del hogar.  

La política había infectado la plaza con su pringosa maquinaria de propaganda.


 © El embegido dezidor.