lunes, 22 de abril de 2019

LA PRINGOSA INFECCIÓN DE LA POLÍTICA.


Desperté con un deseo imperioso de pasear por la plaza de Navalcarnero bajo sus soportales. Es una costumbre que asciendo a la condición de fijación achacable únicamente a una edad que implora rutinas activas.

Como se puede intuir, el sueño se despejó aceleradamente y mis quehaceres, que nunca son urgentes, no fueron ningún impedimento, y mucho menos un retraso, en mis aspiraciones por ocupar una mañana. En este tránsito obligado, el tiempo place con una tranquilidad que nunca quebranta la armonía familiar, máxime cuando el tiempo es una valiosa moneda que no sé sabe dónde emplear.

Al llegar a la plaza, cuando el pálpito de un pueblo empieza a sacudir sus calles, embalado en una acogedora mañana de abril, un mes todavía preadolescente, y con los días festivos reverberando en las vetustas paredes de aldeas semiabandonadas esperando llenar de nuevo de algarabía sus calles y hogares, quise, ante la bienvenida de una plaza que se asomaba tras la embocadura de una de sus calles, sentir la recreación con la que cada día me gusta alimentar mi alma.

Su esplendor arquitectónico, bañado por el sol y marinado por unas columnas plateadas por la caricia de éste, se derrumbó ante mi mirada, ahora propiedad de un ser petrificado. Todo mi alborozo quedó truncado por una anormalidad imperante en toda ella como una infección taponada con urgencia para disimular falsas heridas.

Pero no, no se trataba de quebrantaduras en su osamenta ni de graves desperfectos ocasionados por la indolente mediocridad, de asalvajada ignorancia, de individuos todavía creyéndose pertenecientes a la especie humana; que esa honda preocupación hasta hubiera supuesto un consuelo viendo, como se ve, la deriva de la especie humana hacia cotas inimaginables de estulticia, o para que se me entienda, de gilipollez, porque siempre, aunque cada vez más vaga, queda la esperanza de recuperación y reparación.

Lo que acontecía en la plaza era de una gravedad liviana para muchos, y lo entiendo, y extrema para otros, pues es de nuevo la especie humana, pero de otra clase, y para más concretar la especie política, siempre tan proclive en llamar la atención y en vanagloriarse a sí misma, que no han tenido mejor idea que invadir la plaza a su gusto y semejanza.

La plaza estaba maquillada como una vulgar esquinera entrada en años que desea, porque no tiene otra manera de disimular su decadencia, despertar la atención de algún longevo individuo que ante una repentina juventud en su entrepierna no quiere sentirse disminuido.

En eso había quedado la plaza, y lejos de despertar en mi vetusto sexo ninguna ilusión ni adolescente ni reflexiva, convertido en un visitante indeseado y ahora en un cronista molesto e ingrato ante el apabullante espectáculo de hediondo envilecimiento, puse mis pies en retirada esperando encontrar en los páramos limitados de hierba y arboleda controlada y diseñada, dónde protegerse de la vanidad, la soberbia, pero también de la ambición y el egoísmo y demás epítetos innumerables hasta que los tiempos electorales queden como ese telegrama arrugado, polvoriento y amarillento, abandonado en algún rincón desmemoriado del hogar.  

La política había infectado la plaza con su pringosa maquinaria de propaganda.


 © El embegido dezidor.

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