Desperté con un deseo
imperioso de pasear por la plaza de Navalcarnero bajo sus soportales. Es una
costumbre que asciendo a la condición de fijación achacable únicamente a una
edad que implora rutinas activas.
Como se puede intuir, el
sueño se despejó aceleradamente y mis quehaceres, que nunca son urgentes, no
fueron ningún impedimento, y mucho menos un retraso, en mis aspiraciones por
ocupar una mañana. En este tránsito obligado, el tiempo place con una
tranquilidad que nunca quebranta la armonía familiar, máxime cuando el tiempo
es una valiosa moneda que no sé sabe dónde emplear.
Al llegar a la plaza,
cuando el pálpito de un pueblo empieza a sacudir sus calles, embalado en una
acogedora mañana de abril, un mes todavía preadolescente, y con los días
festivos reverberando en las vetustas paredes de aldeas semiabandonadas esperando
llenar de nuevo de algarabía sus calles y hogares, quise, ante la bienvenida de
una plaza que se asomaba tras la embocadura de una de sus calles, sentir la
recreación con la que cada día me gusta alimentar mi alma.
Su esplendor
arquitectónico, bañado por el sol y marinado por unas columnas plateadas por la
caricia de éste, se derrumbó ante mi mirada, ahora propiedad de un ser
petrificado. Todo mi alborozo quedó truncado por una anormalidad imperante en
toda ella como una infección taponada con urgencia para disimular falsas
heridas.
Pero no, no se trataba de
quebrantaduras en su osamenta ni de graves desperfectos ocasionados por la
indolente mediocridad, de asalvajada ignorancia, de individuos todavía creyéndose
pertenecientes a la especie humana; que esa honda preocupación hasta hubiera
supuesto un consuelo viendo, como se ve, la deriva de la especie humana hacia
cotas inimaginables de estulticia, o para que se me entienda, de gilipollez,
porque siempre, aunque cada vez más vaga, queda la esperanza de recuperación y
reparación.
Lo que acontecía en
la plaza era de una gravedad liviana para muchos, y lo entiendo, y extrema para
otros, pues es de nuevo la especie humana, pero de otra clase, y para más
concretar la especie política, siempre tan proclive en llamar la atención y en
vanagloriarse a sí misma, que no han tenido mejor idea que invadir la plaza a
su gusto y semejanza.
La plaza estaba
maquillada como una vulgar esquinera entrada en años que desea, porque no tiene
otra manera de disimular su decadencia, despertar la atención de algún longevo
individuo que ante una repentina juventud en su entrepierna no quiere sentirse
disminuido.
En eso había quedado la
plaza, y lejos de despertar en mi vetusto sexo ninguna ilusión ni adolescente ni
reflexiva, convertido en un visitante indeseado y ahora en un cronista molesto
e ingrato ante el apabullante espectáculo de hediondo envilecimiento, puse mis
pies en retirada esperando encontrar en los páramos limitados de hierba y
arboleda controlada y diseñada, dónde protegerse de la vanidad, la soberbia,
pero también de la ambición y el egoísmo y demás epítetos innumerables hasta que
los tiempos electorales queden como ese telegrama arrugado, polvoriento y
amarillento, abandonado en algún rincón desmemoriado del hogar.
La política había
infectado la plaza con su pringosa maquinaria de propaganda.
© El embegido dezidor.
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