La gratitud y la
ingratitud convergen en un mismo escenario y en continua tensión en donde no
faltan ocasiones en las que la balanza se inclina ostentosamente hacia uno u
otro lado no siempre haciendo justicia.
Y digo esto por las
palabras de una niña, no mayor de nueve años que me preguntó, muy convencida
ella de sus palabras, si no era demasiado mayor para hacer esto. «¿Para hacer
qué?» le pregunté. «Pues esto» fue su respuesta que no fue muy clarificadora.
Indagué un poco más y finalmente me confesó, con cierta timidez y prudencia,
que se refería a enseñar, que si no era demasiado mayor para enseñar.
Y fue entonces cuando llegaron
a mí aquellas imágenes, ya antiguas, de aquellos profesores, rondando los
cincuenta, que consideraba mayores, y la celebración posterior cuando en el aula aparecía
un profesor al que consideraba joven. Por aquellos entonces mi edad rondaba los
catorce o quince años, pero no me imaginaba que una apreciación así, naciera a
tan temprana edad.
En un primer momento, y no
descarto que pueda estar convirtiéndome en un viejo prematuro o que sea
realmente esta edad en que uno entra, sin pretenderlo, en la consideración de
viejo, y tal vez como autodefensa, me pregunté si este mundo que premia más la juventud
que la experiencia, y más la mediocridad que la ilustración, no estará
ejerciendo su influencia en edades tan tempranas en las que la imagen, y si se
quiere, también lo superfluo, están alcanzando cotas que paren, como conejos,
mesías efímeros cuya muerte es eclipsada e ignorada por el devenir de lo nuevo.
Es, en definitiva, una espiral diabólica que castiga sin piedad al pasado y
aniquila sin compasión lo antiguo.
Pero también nació en mí una
incómoda reflexión, o más bien dos, que muy probablemente debieron fluir hace
tiempo y a las que no me he querido enfrentar. Es posible que sus palabras
fueran una crítica hacia mi errónea labor o fuera simplemente la consecuencia
de que no compartía mi manera de trabajo o mi manera de ser alejada, y cada vez
más, de las inquietudes infantiles. Tampoco sé si a estas alturas empiezo o
soy ya un ser acomodado y son necesarios nuevos aires. Si es así, pido entonces
clemencia y amparo, y clamo, porque es la enseñanza a lo que me he dedicado
durante veintiséis años, que se encarguen de mi retiro, que no pido mucho, el
cariño de los míos y un lugar apartado de la vorágine urbana donde disfrutar de
la tranquilidad con mayúscula y un poquito de soledad y, también, un pequeño
fondo monetario para vivir con dignidad. Eso es todo.
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