Caía la bruma, como en esas
noches de costa cargadas de melancolía con el mar susurrante y expectante. La
noche alboreaba un adiós, un hasta pronto. CETAN se despedía de su XXXII
edición, y qué mejor compañía que un taciturno orvallo que extendía su alfombra
cristalina para ofrecerme sus parabienes.
Acudí a su clausura
sollozando por esos sábados futuros, que podrían ser cualquier otra cosa,
incluso tardes de teatro, pero ya no serían tardes de CETAN. Primero fue un
café ―como ya era costumbre―, a las puertas del teatro, dejándome seducir por
los focos, la música y la alfombra roja. Después, me acomodé en la butaca
dispuesto a disfrutar de la función.
En el ambiente se respiraban
nervios y se atestaba de expectación. Era la entrega de premios. Mucha alegría
y alborozo en las butacas al saberse nominados, y más aún cuando eran
premiados; premios que se recibían con más entusiasmo del que muestran las grandes
estrellas, entusiasmo contagioso del que fui partícipe desde el anonimato de mi
butaca.
CETAN, organizado por el
grupo Azabache, que posee un arraigo en la urdimbre de Navalcarnero, contó con
el apoyo de Cultura y del público, que demostró su gusto por el teatro
acudiendo a él e incluso llenándolo. Dictó su veredicto y sentenció según sus
preferencias mayoritarias. Se decantó más por las comedias o por las medias
sonrisas. «Demasiadas penalidades hemos pasado ya», pensaría más de uno. Tal
vez fuera porque la pandemia también estuvo presente en el patio de butacas y
ejerció su voto ―aunque no sé si con derecho― y sus influencias. Un público
aficionado y, en muchos casos, entendido, que quiere, exige y busca sus
espacios, espacios de ocio en los que la oferta esté más allá de una verdulería
con trajes de noche.
Entre aplausos, se cerró el
telón. No quise esperar a que se apagasen las luces. Era el momento de los
protagonistas, y allí se quedaron mientras sus exaltaciones se mezclaban con el
sucinto chapoteo que me recibía a la salida. En la memoria queda la excelente
calidad mostrada en las tablas, los textos tan sorprendentes y elaborados, y
mimados y espejados, que borraron o, cuando menos emborronaron, esa frontera
entre lo profesional y lo aficionado que, si bien es meritorio y admirable lo
primero, también lo es lo segundo: actores y actrices buscando tiempo de donde
casi no lo hay, sacrificando relaciones y familia cuando la vida comienza tras
una jornada laboral ajena a la interpretación.
Atrás fue quedando el teatro.
Caía la bruma como un viejo telón sobre su escenario, como una clausura, y lo
hacía en una lenta parsimonia, en una perezosa procesión. La noche había dejado
escrito su adiós. El taciturno orvallo, me rehumedecía como despedimiento
mientras el eco de los aplausos aún percutía en mis oídos, y la memoria, mi
frágil memoria, todavía hoy, se esfuerza por recordar nombres ya imperfectos y
escenarios incompletos que quieren formar parte de los recuerdos imborrables.
Enhorabuena a todos:
organizadores y participantes y hasta pronto. Hasta la siguiente edición.
© j.c atienza. Noviembre
2021.