miércoles, 24 de noviembre de 2021

CETAN. XXXII Certamen de teatro aficionado de Navalcarnero




 

Caía la bruma, como en esas noches de costa cargadas de melancolía con el mar susurrante y expectante. La noche alboreaba un adiós, un hasta pronto. CETAN se despedía de su XXXII edición, y qué mejor compañía que un taciturno orvallo que extendía su alfombra cristalina para ofrecerme sus parabienes.

Acudí a su clausura sollozando por esos sábados futuros, que podrían ser cualquier otra cosa, incluso tardes de teatro, pero ya no serían tardes de CETAN. Primero fue un café ―como ya era costumbre―, a las puertas del teatro, dejándome seducir por los focos, la música y la alfombra roja. Después, me acomodé en la butaca dispuesto a disfrutar de la función.

En el ambiente se respiraban nervios y se atestaba de expectación. Era la entrega de premios. Mucha alegría y alborozo en las butacas al saberse nominados, y más aún cuando eran premiados; premios que se recibían con más entusiasmo del que muestran las grandes estrellas, entusiasmo contagioso del que fui partícipe desde el anonimato de mi butaca.

CETAN, organizado por el grupo Azabache, que posee un arraigo en la urdimbre de Navalcarnero, contó con el apoyo de Cultura y del público, que demostró su gusto por el teatro acudiendo a él e incluso llenándolo. Dictó su veredicto y sentenció según sus preferencias mayoritarias. Se decantó más por las comedias o por las medias sonrisas. «Demasiadas penalidades hemos pasado ya», pensaría más de uno. Tal vez fuera porque la pandemia también estuvo presente en el patio de butacas y ejerció su voto ―aunque no sé si con derecho― y sus influencias. Un público aficionado y, en muchos casos, entendido, que quiere, exige y busca sus espacios, espacios de ocio en los que la oferta esté más allá de una verdulería con trajes de noche.

Entre aplausos, se cerró el telón. No quise esperar a que se apagasen las luces. Era el momento de los protagonistas, y allí se quedaron mientras sus exaltaciones se mezclaban con el sucinto chapoteo que me recibía a la salida. En la memoria queda la excelente calidad mostrada en las tablas, los textos tan sorprendentes y elaborados, y mimados y espejados, que borraron o, cuando menos emborronaron, esa frontera entre lo profesional y lo aficionado que, si bien es meritorio y admirable lo primero, también lo es lo segundo: actores y actrices buscando tiempo de donde casi no lo hay, sacrificando relaciones y familia cuando la vida comienza tras una jornada laboral ajena a la interpretación.

Atrás fue quedando el teatro. Caía la bruma como un viejo telón sobre su escenario, como una clausura, y lo hacía en una lenta parsimonia, en una perezosa procesión. La noche había dejado escrito su adiós. El taciturno orvallo, me rehumedecía como despedimiento mientras el eco de los aplausos aún percutía en mis oídos, y la memoria, mi frágil memoria, todavía hoy, se esfuerza por recordar nombres ya imperfectos y escenarios incompletos que quieren formar parte de los recuerdos imborrables.

Enhorabuena a todos: organizadores y participantes y hasta pronto. Hasta la siguiente edición.

© j.c atienza. Noviembre 2021.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Teatro y teatros.


 


Teatro y teatros y, a sus puertas, tan importante como la obra o el propio teatro, los conventículos de aficionados y de expertos. Para los primeros, los que van una vez al año, sonríen cuando una cara conocida les reconoce, o cuando una persona de influencia destacada, aunque solo sea concedida por un periodo determinado y de signo político divergente —que poco importa tratándose de influencias y posiciones—, ejerce un leve movimiento de su testa para desplegar un saludo. Crece entonces una ficticia distinción, tan efímera como el propio aplauso de la obra, y creerá formar parte de la sociedad influyente que rubricará en sus ademanes e incluso en sus amistades. Será solo una distinción distinguida por la ciencia de la fortuna como compensación por su asistencia a un evento cultural, porque la cultura es la cultura, y la cultura se premia, aunque el premio sea una escueta moneda de valor discutible, minúsculo en cualquier caso e intangible en todos, que le permite integrarse en círculos tan cercanos, tan próximos, tan íntimos, en los que practicar apología del sexo o inmiscuirse, con un mínimo de rigor, al menos, en alguna orgía intelectual, de esas que suceden en cenas improvisadas, unas, y planeadas o planificadas en otras, porque lo de menos, seguramente, fue el teatro, aunque después haya sido lo más. 

Y, luego están los segundos o los otros: los expertos, los que no se pierden una, los aficionados de verdad que analizan la puesta en escena, vestuario, texto e interpretación, los que son pedagogía y crean escuela, los que están más allá de las redes sociales, los que conviven entre las palabras sabias y las preguntas inteligentes. Los que enseñan, vamos. Ellos son también los más quejicosos, los que se lamentan con frecuencia, los que ven peligrar el teatro y los que buscan las causas de la desafección., Y tras ellos o a su alrededor, los corrillos, esos anillos humanos que circundan un núcleo, como un pequeño universo en el recibidor del teatro, con sus intelectuales novicios, sus becarios en prácticas, sus «presumidores» con arte y oficio que buscan hacerse un hueco, los curiosos que quieren ser enteradillos y los aprendices que aspiran a ser considerados y respetados.

Teatro y teatros, porque el teatro, no sé si el bueno o el malo, o indistintamente, empieza a disfrutarse y vivirse en el exterior. Que no sé si la asistencia al teatro es más por ver lo que acontece a sus puertas que tras ellas.

 

 © El embegido dezidor.