sábado, 25 de abril de 2020

LOS GIGANTES DE LA LUNA. Gonzalo Moure.



El libro apareció entreverado de libros por la azarosa casualidad de un azar muy generoso. Libros que fueron un regalo y que apenas estaban ordenados en estanterías rellenas con premura y a destiempo. Y, como el tímido niño que quiere dejarse ver, la portada se hizo paso entre la marabunta y sedujo a mi mano que se dirigió decidida a su rescate.

¡Benditas sean las sorpresas!, como diría mi abuela, mujer de vida rural, austera y trabajosa donde las alegrías, cuando las había, se sembraban en los campos y en los huertos, nacían en el trabajo y en las labores y se recogían en la recolección y en las fiestas. Alegrías que eran el sustento de aquellas almas que vivieron tiempos convulsos donde lo poco era mucho y lo mucho innecesario.

Y digo esto porque Naísma, la protagonista, una refugiada en los campamentos saharauis que llega a un pueblo, Veredas, donde les acogerá una bonita casa cerca del mar con galpones, buhardillas, jardín y bosque, propiedad de los padres del otro protagonista, Pablo, podría ser, con los años, mi abuela o la abuela de todos. Una abuela de aquellos tiempos que para aquellos de pasado extenso son cercanos y para los más jóvenes, pretéritos. Una abuela de mandil y de negro riguroso, de pañuelo en la cabeza y cabello recogido durante el día y tejido cuidadosamente por las tardes con su peine de finas púas para purificar y desenredar sus largos cabellos níveos. Una abuela de pensamientos concisos y certeros, con la utilidad como bandera, porque así es Naísma, mensajera de la belleza sincera, con esa alegría que estalla desde lo más humilde, ingenua e incluso pura y contagiosa, con una generosidad sigilosa que el autor va desgranando como viejas fotografías de recuerdos casi o completamente olvidados para estos tiempos modernos y, a su vez, con un pensamiento que va quedando en la memoria del lector como un anhelo necesario.

 “Los gigantes de la luna” enseña a los más pequeños a valorar lo que tienen y hace más válido que nunca aquel adagio o proverbio que dice: “No es más feliz el que más tiene, sino el que se conforma con lo que tiene”. Y para aquellos, para los de pasado extenso, nos regala dulces aromas de melancolía que reverberarán en nuestro presente y enrojecerán algunas mejillas, porque, como habitantes de este mal llamado primer mundo, seducidos o incluso abducidos por ese egoísmo palpitante y también deprimente, y por una sobre exposición virtual al exterior donde ser, o al menos parecer aquello que no se es, se convierte en el devenir y objetivo primero de individuos cuyo origen está perdido, nos enfrentará a una niña cuya felicidad radica en valores, hoy desmerecidos, ante los que estamos ciegos o no queremos ver. El autor, a lo largo de estas páginas, reivindica la hermosura de la austeridad conglutinada en lo necesario y critica la ostentosidad de lo superfluo.

Gonzalo Moure, comprometido como muchos, o aventurado como pocos, nos da una lección a todos que solo las buenas plumas saben florecer con discreción, y permítaseme esta licencia justa y necesaria, lo hace con estilo y elegancia.
“Los gigantes de la luna”, es una historia de escenarios reales y de personajes creíbles. Una lección de vida, una búsqueda del camino, del viejo camino, del origen, del principio, pues una vez perdido ese origen o principio, no sabremos dónde regresar para corregirnos.
           
Lean, busquen y encuentren todo cuanto encierra este texto, pero, además, disfruten de la belleza y ternura que destilan sus páginas.


© José Carlos Atienza.

viernes, 17 de abril de 2020

UN AVIÓN EN LA CASTELLANA, de Santiago García - Clairac.


         Había una emoción inexplicable, incluso un egoísmo infantil, difícil de disimular, y hasta un deseo descomedido e incontrolable por la posesión de este libro que ahora es objeto de mis comentarios.
 
            Si acaso esta emoción irradiaba del hecho de ser un autor conocido, e incluso familiar, casi en el estricto sentido de la palabra y, también por tratarse de un libro alejado de sus creaciones más habituales cuya incógnita despertó mi interés.

            Y aunque no es correcto buscar una definición en lo que no es, diré que “Un avión en la Castellana”, libro escrito por Santiago García – Clairac, autor de dilatada y magnífica trayectoria, no es una obra de ciencia ficción, aunque bien pudiera serlo. No se trata, pues, de un ataque de aviones futuristas en una guerra entre civilizaciones enfrentadas por religiones, ni de una disputa entre clases sociales por erigirse en la dominante o por los recursos naturales. “Un avión en la Castellana” es un libro que narra cómo se realizó un anuncio, ese anuncio espectacular que marcó un antes y después en la publicidad audiovisual de este país.
           
            Pero Santiago, cuya pluma guarda esos quehaceres secretos del oficio que da la experiencia y el buen gusto, no se limita a mostrarnos un libro técnico sobre cómo elaborar y realizar un anuncio, aunque de eso sepa mucho, sino que lo hace a través de una aventura de la que nos hace partícipes, porque de eso, de aventuras, Santiago también sabe mucho. El lector encontrará en esta aventura buenos, malos, intriga, incertidumbre e incluso emoción, pues a buen seguro, sufrirá hasta las últimas consecuencias como uno más del equipo creativo.

            Y, como toda buena historia, no nos deja huérfanos de frases e intenciones que pueden, y deben, quedar memorizadas en nuestra caja de conocimientos y herramientas para ser utilizadas cuando llegan esos momentos de incertidumbre, de desasosiego e incluso de pesimismo y derrota. En este libro, la perseverancia, el valor de uno mismo, la pelea por una idea, se filtran sutilmente entre las palabras que, poco a poco, van desgranando los acontecimientos, pero, además, al final, nos deja una pequeña “perla”, con un significado contundente, que es una constante en la vida de este autor y con la que nos contagia, no solo en este libro, sino en su todo lo que hace y se propone, y que es muy taxativa: “Esta historia tiene dos vertientes: la de los que trabajaron y la de los que se quedaron mirando cómo otros trabajaban”. ¡Como la vida misma! Y la pregunta a que nos obliga y cuya respuesta puede ser muy dolorosa es: ¿En qué lugar te encuentras: en el de los que viven o en el de los muertos que sobreviven?

            Disfruten, por tanto, de esta realidad que bien pudo ser ficción pues, ¿cuándo se ha visto un avión circular por una de las calles principales de una ciudad como Madrid? Y, después o, si quieren antes, vean el anuncio que, gracias a la tecnología, hoy viaja mucho más rápido de lo que lo hizo entonces por la Castellana y de lo que lo hizo anteriormente por los aires.


   © José Carlos Atienza. 


miércoles, 8 de abril de 2020

¿De qué nos avergonzamos?



No se puede decir que en estos tiempos que nos abruman de confinamiento, pero también de recogimiento, no existan detalles pequeños, minúsculos, que nos emocionan, nos engrandecen y nos llenan el espíritu, o como diría un famoso juglar de los que apenas quedan, nos alimentan el alma.

Para mí, hombre de paso corto y de paseo largo, hoy amputado y congojado, encuentro un tibio placer en la inesperada sorpresa que puede aparecer en mi pequeña panadería o ultramarinos, pues, aunque no hay bacalao, hay un poco de todo.

Y es que es un lugar en el que de normal predomina el oficio de los tenderos y la moderación de los clientes, pero en estos tiempos de insólitos apartamientos, señorea en su interior un silencio, roto únicamente por el rigor de la palabra, la sobriedad del mensaje y la economía del lenguaje que, al asiduo visitante, a la vez que le asombra lo admira, pues hay regalos para los oídos propios del lenguaje de los objetos inanimados que habían quedado en la desmemoria.

Pero no es solo su interior donde se puede encontrar la sorpresa. Ahora, con el rigor de la distancia y con las máscaras escondiendo el rostro, tal vez porque hemos perdido el respeto a nuestro ego y a nuestras simulaciones, buscamos en el prójimo el sosiego de la conversación.
Así, no hace mucho, me encontré una fila perfectamente ordenada y bien pertrechados de paciencia. Todos ellos, posados como maniquíes o como muestrario omnívoro de individuos dispuestos a la galantería, habían parado el reloj y dispuestos a escucharse con agrado y cortesía. Me pregunté, envuelto y seducido ante tal derroche de humanidad, si cuando el tiempo al aire libre escasea es cuando aprendemos a saborearlo y disfrutarlo.

Mañana, quién sabe, si una vez nos hayamos desprovisto de las máscaras y de los guantes, si cuando nuestras caras queden expuestas a las miradas de los demás tal y como son volveremos a recelar de nosotros mismos, a escondernos, a disimularnos con los ropajes de moda, o a jugar al disimulo o a cubrirnos con brillos que cieguen a los demás, esa humanidad que nos corresponde y nos obliga como especie, quede de nuevo confinada egoístamente en nosotros mismos. ¿De qué nos avergonzamos?

© José Carlos Atienza.

miércoles, 1 de abril de 2020

LA ESPAÑA DE SIEMPRE ¿Aprenderemos alguna vez?. INTERREGNOS.


       
      
       La península ibérica a lo largo de la historia ha sufrido algunas invasiones de buen calado histórico. En todas ellas, romanos, musulmanes y franceses, y en otras de menor trascendencia, los invasores contemplaron, desde la estupefacción y más tarde desde una reconfortante alegría, cómo los pueblos de la península dirimían sus diferencias, siempre insalvables y siempre inacabables, a tortas. Las invasiones siempre resultaron fáciles y todas ellas tuvieron el mismo final: fracasaron. Y lo hicieron porque después de años de dominación, los invadidos tuvieron un objetivo común, inapelable e irrenunciable.

      De nuevo España, fiel a su historia, para no desmerecerla o para no olvidarla, vuelve a repetirla. Los momentos actuales, tan parecidos a aquellos de hace más de dos mil años con los romanos, o hace doce siglos con los musulmanes, vuelven a estar de actualidad.
           
     Ahora, ante esta nueva invasión tan rápida y sencilla, el español, que debe tener una querencia secreta hacia el masoquismo, parece disfrutar empeorándolo todo hasta sus últimas consecuencias, y uno duda, de si es por un desvío genético, por su estupidez o porque así la gesta es más impresionante y hay algo de lo que presumir ante las generaciones venideras. En cualquier caso, debe ser entonces cuando, guiado más por el sentimiento que por la cabeza, encuentra el fin que justifica los medios y comienza su lucha, primero la resistencia y luego la victoria.
           
         Y ahora, cuando la invasión da sus grandes estocadas, fieles a nuestro pasado, volvemos sobre los mismos errores, como si no quisiéramos aprender de nosotros mismos. Ahora esta invasión nos vuelve a coger divididos, y esta vez no son solo los pueblos, que también, sino que se añaden las ideologías, los gremios, las asociaciones, los privilegiados, los explotadores, los explotados, los funcionarios, los autónomos, los empresarios, los iluminados, los sabiondos y los cretinos. Demasiados frentes para luchar contra un enemigo común. ¿Aprenderemos alguna vez?


© José Carlos Atienza. Abril 2020.