El
libro apareció entreverado de libros por la azarosa casualidad de un azar muy
generoso. Libros que fueron un regalo y que apenas estaban ordenados en
estanterías rellenas con premura y a destiempo. Y, como el tímido niño que
quiere dejarse ver, la portada se hizo paso entre la marabunta y sedujo a mi
mano que se dirigió decidida a su rescate.
¡Benditas
sean las sorpresas!, como diría mi abuela, mujer de vida rural, austera y
trabajosa donde las alegrías, cuando las había, se sembraban en los campos y en
los huertos, nacían en el trabajo y en las labores y se recogían en la
recolección y en las fiestas. Alegrías que eran el sustento de aquellas almas
que vivieron tiempos convulsos donde lo poco era mucho y lo mucho innecesario.
Y
digo esto porque Naísma, la protagonista, una refugiada en los campamentos
saharauis que llega a un pueblo, Veredas, donde les acogerá una bonita casa
cerca del mar con galpones, buhardillas, jardín y bosque, propiedad de los
padres del otro protagonista, Pablo, podría ser, con los años, mi abuela o la
abuela de todos. Una abuela de aquellos tiempos que para aquellos de pasado
extenso son cercanos y para los más jóvenes, pretéritos. Una abuela de mandil y
de negro riguroso, de pañuelo en la cabeza y cabello recogido durante el día y
tejido cuidadosamente por las tardes con su peine de finas púas para purificar
y desenredar sus largos cabellos níveos. Una abuela de pensamientos concisos y
certeros, con la utilidad como bandera, porque así es Naísma, mensajera de la
belleza sincera, con esa alegría que estalla desde lo más humilde, ingenua e
incluso pura y contagiosa, con una generosidad sigilosa que el autor va
desgranando como viejas fotografías de recuerdos casi o completamente olvidados
para estos tiempos modernos y, a su vez, con un pensamiento que va quedando en
la memoria del lector como un anhelo necesario.
“Los gigantes de la luna” enseña a los más
pequeños a valorar lo que tienen y hace más válido que nunca aquel adagio o
proverbio que dice: “No es más feliz el que más tiene, sino el que se conforma
con lo que tiene”. Y para aquellos, para los de pasado extenso, nos regala
dulces aromas de melancolía que reverberarán en nuestro presente y enrojecerán algunas
mejillas, porque, como habitantes de este mal llamado primer mundo, seducidos o
incluso abducidos por ese egoísmo palpitante y también deprimente, y por una
sobre exposición virtual al exterior donde ser, o al menos parecer aquello que
no se es, se convierte en el devenir y objetivo primero de individuos cuyo
origen está perdido, nos enfrentará a una niña cuya felicidad radica en valores,
hoy desmerecidos, ante los que estamos ciegos o no queremos ver. El autor, a lo
largo de estas páginas, reivindica la hermosura de la austeridad conglutinada
en lo necesario y critica la ostentosidad de lo superfluo.
Gonzalo
Moure, comprometido como muchos, o aventurado como pocos, nos da una lección a
todos que solo las buenas plumas saben florecer con discreción, y permítaseme
esta licencia justa y necesaria, lo hace con estilo y elegancia.
“Los
gigantes de la luna”, es una historia de escenarios reales y de personajes
creíbles. Una lección de vida, una búsqueda del camino, del viejo camino, del
origen, del principio, pues una vez perdido ese origen o principio, no sabremos
dónde regresar para corregirnos.
Lean, busquen y encuentren todo
cuanto encierra este texto, pero, además, disfruten de la belleza y ternura que
destilan sus páginas.
©
José Carlos Atienza.