miércoles, 8 de abril de 2020

¿De qué nos avergonzamos?



No se puede decir que en estos tiempos que nos abruman de confinamiento, pero también de recogimiento, no existan detalles pequeños, minúsculos, que nos emocionan, nos engrandecen y nos llenan el espíritu, o como diría un famoso juglar de los que apenas quedan, nos alimentan el alma.

Para mí, hombre de paso corto y de paseo largo, hoy amputado y congojado, encuentro un tibio placer en la inesperada sorpresa que puede aparecer en mi pequeña panadería o ultramarinos, pues, aunque no hay bacalao, hay un poco de todo.

Y es que es un lugar en el que de normal predomina el oficio de los tenderos y la moderación de los clientes, pero en estos tiempos de insólitos apartamientos, señorea en su interior un silencio, roto únicamente por el rigor de la palabra, la sobriedad del mensaje y la economía del lenguaje que, al asiduo visitante, a la vez que le asombra lo admira, pues hay regalos para los oídos propios del lenguaje de los objetos inanimados que habían quedado en la desmemoria.

Pero no es solo su interior donde se puede encontrar la sorpresa. Ahora, con el rigor de la distancia y con las máscaras escondiendo el rostro, tal vez porque hemos perdido el respeto a nuestro ego y a nuestras simulaciones, buscamos en el prójimo el sosiego de la conversación.
Así, no hace mucho, me encontré una fila perfectamente ordenada y bien pertrechados de paciencia. Todos ellos, posados como maniquíes o como muestrario omnívoro de individuos dispuestos a la galantería, habían parado el reloj y dispuestos a escucharse con agrado y cortesía. Me pregunté, envuelto y seducido ante tal derroche de humanidad, si cuando el tiempo al aire libre escasea es cuando aprendemos a saborearlo y disfrutarlo.

Mañana, quién sabe, si una vez nos hayamos desprovisto de las máscaras y de los guantes, si cuando nuestras caras queden expuestas a las miradas de los demás tal y como son volveremos a recelar de nosotros mismos, a escondernos, a disimularnos con los ropajes de moda, o a jugar al disimulo o a cubrirnos con brillos que cieguen a los demás, esa humanidad que nos corresponde y nos obliga como especie, quede de nuevo confinada egoístamente en nosotros mismos. ¿De qué nos avergonzamos?

© José Carlos Atienza.

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