No se puede decir que en
estos tiempos que nos abruman de confinamiento, pero también de recogimiento,
no existan detalles pequeños, minúsculos, que nos emocionan, nos engrandecen y
nos llenan el espíritu, o como diría un famoso juglar de los que apenas quedan,
nos alimentan el alma.
Para mí, hombre de paso corto
y de paseo largo, hoy amputado y congojado, encuentro un tibio placer en la
inesperada sorpresa que puede aparecer en mi pequeña panadería o ultramarinos,
pues, aunque no hay bacalao, hay un poco de todo.
Y es que es un lugar en el
que de normal predomina el oficio de los tenderos y la moderación de los
clientes, pero en estos tiempos de insólitos apartamientos, señorea en su
interior un silencio, roto únicamente por el rigor de la palabra, la sobriedad
del mensaje y la economía del lenguaje que, al asiduo visitante, a la vez que le
asombra lo admira, pues hay regalos para los oídos propios del lenguaje de los
objetos inanimados que habían quedado en la desmemoria.
Pero no es solo su interior
donde se puede encontrar la sorpresa. Ahora, con el rigor de la distancia y con
las máscaras escondiendo el rostro, tal vez porque hemos perdido el respeto a
nuestro ego y a nuestras simulaciones, buscamos en el prójimo el sosiego de la
conversación.
Así, no hace mucho, me
encontré una fila perfectamente ordenada y bien pertrechados de paciencia.
Todos ellos, posados como maniquíes o como muestrario omnívoro de individuos
dispuestos a la galantería, habían parado el reloj y dispuestos a escucharse
con agrado y cortesía. Me pregunté, envuelto y seducido ante tal derroche de
humanidad, si cuando el tiempo al aire libre escasea es cuando aprendemos a
saborearlo y disfrutarlo.
Mañana, quién sabe, si una
vez nos hayamos desprovisto de las máscaras y de los guantes, si cuando
nuestras caras queden expuestas a las miradas de los demás tal y como son
volveremos a recelar de nosotros mismos, a escondernos, a disimularnos con los
ropajes de moda, o a jugar al disimulo o a cubrirnos con brillos que cieguen a
los demás, esa humanidad que nos corresponde y nos obliga como especie, quede
de nuevo confinada egoístamente en nosotros mismos. ¿De qué nos avergonzamos?
© José Carlos Atienza.
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