viernes, 3 de julio de 2020

EL AVENTURERO. Santiago García-Clairac.


 He regresado a mediados de los años 70. He vuelto a recorrer esas mismas calles, la avenida de San Diego, la calle Carlos Martín Álvarez, hasta llegar a la avenida de la Albufera y descender hacia el Puente de Vallekas pasando por el Bulevar. He conseguido sentarme en ese mismo asiento esperando la hora de entrada en el cine París para ver, en sesión alterna, Tarzán y una de Cantinflas. Después, al salir del cine, en la calle de al lado, en el Puerto de la Bonaigua, me fui a Faure, la librería, que no llegó a quemarse, a comprarme “El aventurero”, pero me dijeron que todavía tenía que esperar unos años. Entonces regresé a mi barrio, en Entrevías, y me fui en busca de mi pandilla, siempre reunidos en la pequeña placita, en el mismo banco. Y les conté a mis amigos la película, y luego busqué a Patricia, entonces una niña, que creció y que fue quien me avisó que mi niñez se estaba acabando, y luego llegó Marisa, entonces Maribel, y revolucionó mi adolescencia. No encontré a Contreras, aunque sí tuve un malo que quiso hacerme la vida más difícil, y ahora, los busco a todos, y más desde que he leído la novela, y también a Víctor Latienza —al que todavía no he encontrado—, para contarles que son los protagonistas de una novela, de una historia situada en los años 50 y que Santiago los describe muy bien, como si les conociera, aunque estemos a mediados los 80.
          
            Hoy quiero invitarles a una aventura, pero no teman, que no irán solos, estarán en todo momento muy bien acompañados por este aventurero que es Santiago García – Clairac, autor de esta novela juvenil que es objeto de mi atención.
           “El aventurero”, es un libro mágico, escrito por un mago que tiene en su pluma mucha magia y un gran baúl de sorpresas. Nos traslada a esos años 50, de amigos, de pandillas, de tertulias en los bancos, de quedadas en las plazas, de intimidades en los parques, de guateques y de diversiones en los recreativos, y de sobrevivir en un barrio siempre difícil, en el que la adolescencia llegaba pronto y quedaba atrás todavía más pronto. Y esta será la pelea de Víctor Latienza, vivir en esa incomodísima dicotomía, entre soñar y sobrevivir, pues entonces, como ahora, en ese barrio, soñar costaba dinero, demasiado dinero.
           Y, Santiago, siempre minucioso, no se deja detalle para que nadie pueda desorientarse. Su intención queda patente desde el primer momento. Santiago quiere que, desde el primer contacto con el libro, lleguemos a esa época que para él fue tan especial sin interrupciones, sin intermedios, y lo hace estupendamente bien a través de su prosa y de las ilustraciones que han nacido de la propia mano del autor y que le aportan ese sabor añejo que aumenta el placer de su lectura.
            "El aventurero" es, por tanto, un libro de barrio. Un libro para generaciones y generaciones, e incluso para aquellos que formarán generación. En sus páginas no solo encontramos la imaginación del autor, sino realidad, una realidad para estudiar, para vivir y revivir, y en mi caso particular, llena de nostalgia y de recuerdos que estallaron según iba devorando sus páginas.
           Puedo asegurar, sin ruborizarme, que es mucho lo que le debo a este libro y les aseguro que esta novela se aventura, en sus páginas, en un tiempo imperecedero, fresco, vivo y palpitante. Es un libro para guardar, conservar y recordar en estos tiempos consagrados al olvido.
         Acérquense, pues, a viajar en el tiempo. Abran sus puertas, desmenucen sus páginas y descubran su secreto, porque su trama, en este caso particular, tan alejada de la fantasía, es pura fantasía.


© j.c atienza.


martes, 30 de junio de 2020

YUMI Y SU BANDA. J. A. Olloqui



¡Yumi quiere tocar la batería! Y es aquí donde se encuentra el epicentro de una historia que comienza con la presentación de su protagonista, una niña que quiere ser músico, y que nos va desgranando a lo largo de la novela cómo es el mundo que la rodea, su mundo.

Puede que, tras esta pequeña pincelada, cause alguna decepción al no tratarse su protagonista de una youtuber o una influencer, aunque bien podría serlo, pero no hay que negar, y más tras ver la portada propiedad del propio autor, que el libro despierta una curiosidad que es necesario satisfacer.

«Yumi y su banda» es una novela que se aleja de postulados moralistas, y lo hace también de inmoralidades, que no son tiempos para dejar coleando ideas inacabadas que puedan transformarse en armas dialécticas arrojadas contra el autor o contra quien escribe esta página. Se trata, pues, de un texto alejado de una literatura normalizada, alejado de formulismos y formalismos, lo que se agradece en tiempos en los que la libertad está tan alambrada. J. A. Olloqui, se sirve de un lenguaje fresco, a veces desvergonzado e irreverente que arrancará sonrisas que no conocen edad, aunque serán los pequeños quienes, de manera más gratificante, disfruten de esta novela.

La novela tiene como finalidad entretener y Yumi lo consigue. Es uno de esos libros que los niños y niñas podrán leer de corrido sin buscar más aprendizajes y/o moralejas que el placer de la propia lectura y, Yumi, muy bien podría ser uno de esos libros «gancho» que enganchen a sus lectores. 

Leyéndolo todo parece concebido para que la historia continúe y así debería ser, pues Yumi, si su autor así lo quiere, pude ser una de esas grandes aventuras presentadas en entregas.

© José Carlos Atienza.

jueves, 18 de junio de 2020

LAS MADRES NEGRAS. Patricia Esteban Erlés.


«Las madres negras» es una novela encantadora donde su autora, Patricia Esteban Erlés, nos deleita con su prosa cuidada y mimada, y nos contagia ese amor a la palabra que plasma en cada página y estalla en cada relato.

«Las madres negras», IV Premio Dos Passos, es una historia de dolor, de pérdida, que se va construyendo en pequeños relatos que, como una enfermedad, van desgranando sus síntomas hasta el obligado final, pero que deja, con la pausa de una neblina en el intervalo del día, un regusto dulce que permanecerá tiempo más allá de la lectura. Relatos que nos transportan a lugares, muchas de las veces sospechosamente conocidos y otras insospechados. Relatos que van y vienen, que te llevan de un pasado a otro más cercano.

La novela está impregnada de una tristeza embriagadora que cae como lluvia mortecina y que, como en una de esas tardes de invierno con los cristales de las ventanas perlados y la estufa lamiendo las paredes para abrigarnos, rezuma una deliciosa melancolía que nos reconforta.

Patricia nos seduce con su relato, al que acompaña con un romanticismo trágico que nace de la desgracia, del infortunio y del fracaso, y que no nos abandonará durante toda la novela como una noche abierta que esconde un día asaeteado por el dolor de los protagonistas. 

 Apaguen los focos, dejen una pequeña luz o si lo prefieren, una vela encendida y abandónense a su lectura. La muerte es una conmovedora compañera de viaje que hará acogerse a esta novela como si fuese una entrañable pertenencia, de esas que se guardan para toda la vida.

© José Carlos Atienza.



sábado, 25 de abril de 2020

LOS GIGANTES DE LA LUNA. Gonzalo Moure.



El libro apareció entreverado de libros por la azarosa casualidad de un azar muy generoso. Libros que fueron un regalo y que apenas estaban ordenados en estanterías rellenas con premura y a destiempo. Y, como el tímido niño que quiere dejarse ver, la portada se hizo paso entre la marabunta y sedujo a mi mano que se dirigió decidida a su rescate.

¡Benditas sean las sorpresas!, como diría mi abuela, mujer de vida rural, austera y trabajosa donde las alegrías, cuando las había, se sembraban en los campos y en los huertos, nacían en el trabajo y en las labores y se recogían en la recolección y en las fiestas. Alegrías que eran el sustento de aquellas almas que vivieron tiempos convulsos donde lo poco era mucho y lo mucho innecesario.

Y digo esto porque Naísma, la protagonista, una refugiada en los campamentos saharauis que llega a un pueblo, Veredas, donde les acogerá una bonita casa cerca del mar con galpones, buhardillas, jardín y bosque, propiedad de los padres del otro protagonista, Pablo, podría ser, con los años, mi abuela o la abuela de todos. Una abuela de aquellos tiempos que para aquellos de pasado extenso son cercanos y para los más jóvenes, pretéritos. Una abuela de mandil y de negro riguroso, de pañuelo en la cabeza y cabello recogido durante el día y tejido cuidadosamente por las tardes con su peine de finas púas para purificar y desenredar sus largos cabellos níveos. Una abuela de pensamientos concisos y certeros, con la utilidad como bandera, porque así es Naísma, mensajera de la belleza sincera, con esa alegría que estalla desde lo más humilde, ingenua e incluso pura y contagiosa, con una generosidad sigilosa que el autor va desgranando como viejas fotografías de recuerdos casi o completamente olvidados para estos tiempos modernos y, a su vez, con un pensamiento que va quedando en la memoria del lector como un anhelo necesario.

 “Los gigantes de la luna” enseña a los más pequeños a valorar lo que tienen y hace más válido que nunca aquel adagio o proverbio que dice: “No es más feliz el que más tiene, sino el que se conforma con lo que tiene”. Y para aquellos, para los de pasado extenso, nos regala dulces aromas de melancolía que reverberarán en nuestro presente y enrojecerán algunas mejillas, porque, como habitantes de este mal llamado primer mundo, seducidos o incluso abducidos por ese egoísmo palpitante y también deprimente, y por una sobre exposición virtual al exterior donde ser, o al menos parecer aquello que no se es, se convierte en el devenir y objetivo primero de individuos cuyo origen está perdido, nos enfrentará a una niña cuya felicidad radica en valores, hoy desmerecidos, ante los que estamos ciegos o no queremos ver. El autor, a lo largo de estas páginas, reivindica la hermosura de la austeridad conglutinada en lo necesario y critica la ostentosidad de lo superfluo.

Gonzalo Moure, comprometido como muchos, o aventurado como pocos, nos da una lección a todos que solo las buenas plumas saben florecer con discreción, y permítaseme esta licencia justa y necesaria, lo hace con estilo y elegancia.
“Los gigantes de la luna”, es una historia de escenarios reales y de personajes creíbles. Una lección de vida, una búsqueda del camino, del viejo camino, del origen, del principio, pues una vez perdido ese origen o principio, no sabremos dónde regresar para corregirnos.
           
Lean, busquen y encuentren todo cuanto encierra este texto, pero, además, disfruten de la belleza y ternura que destilan sus páginas.


© José Carlos Atienza.

viernes, 17 de abril de 2020

UN AVIÓN EN LA CASTELLANA, de Santiago García - Clairac.


         Había una emoción inexplicable, incluso un egoísmo infantil, difícil de disimular, y hasta un deseo descomedido e incontrolable por la posesión de este libro que ahora es objeto de mis comentarios.
 
            Si acaso esta emoción irradiaba del hecho de ser un autor conocido, e incluso familiar, casi en el estricto sentido de la palabra y, también por tratarse de un libro alejado de sus creaciones más habituales cuya incógnita despertó mi interés.

            Y aunque no es correcto buscar una definición en lo que no es, diré que “Un avión en la Castellana”, libro escrito por Santiago García – Clairac, autor de dilatada y magnífica trayectoria, no es una obra de ciencia ficción, aunque bien pudiera serlo. No se trata, pues, de un ataque de aviones futuristas en una guerra entre civilizaciones enfrentadas por religiones, ni de una disputa entre clases sociales por erigirse en la dominante o por los recursos naturales. “Un avión en la Castellana” es un libro que narra cómo se realizó un anuncio, ese anuncio espectacular que marcó un antes y después en la publicidad audiovisual de este país.
           
            Pero Santiago, cuya pluma guarda esos quehaceres secretos del oficio que da la experiencia y el buen gusto, no se limita a mostrarnos un libro técnico sobre cómo elaborar y realizar un anuncio, aunque de eso sepa mucho, sino que lo hace a través de una aventura de la que nos hace partícipes, porque de eso, de aventuras, Santiago también sabe mucho. El lector encontrará en esta aventura buenos, malos, intriga, incertidumbre e incluso emoción, pues a buen seguro, sufrirá hasta las últimas consecuencias como uno más del equipo creativo.

            Y, como toda buena historia, no nos deja huérfanos de frases e intenciones que pueden, y deben, quedar memorizadas en nuestra caja de conocimientos y herramientas para ser utilizadas cuando llegan esos momentos de incertidumbre, de desasosiego e incluso de pesimismo y derrota. En este libro, la perseverancia, el valor de uno mismo, la pelea por una idea, se filtran sutilmente entre las palabras que, poco a poco, van desgranando los acontecimientos, pero, además, al final, nos deja una pequeña “perla”, con un significado contundente, que es una constante en la vida de este autor y con la que nos contagia, no solo en este libro, sino en su todo lo que hace y se propone, y que es muy taxativa: “Esta historia tiene dos vertientes: la de los que trabajaron y la de los que se quedaron mirando cómo otros trabajaban”. ¡Como la vida misma! Y la pregunta a que nos obliga y cuya respuesta puede ser muy dolorosa es: ¿En qué lugar te encuentras: en el de los que viven o en el de los muertos que sobreviven?

            Disfruten, por tanto, de esta realidad que bien pudo ser ficción pues, ¿cuándo se ha visto un avión circular por una de las calles principales de una ciudad como Madrid? Y, después o, si quieren antes, vean el anuncio que, gracias a la tecnología, hoy viaja mucho más rápido de lo que lo hizo entonces por la Castellana y de lo que lo hizo anteriormente por los aires.


   © José Carlos Atienza. 


miércoles, 8 de abril de 2020

¿De qué nos avergonzamos?



No se puede decir que en estos tiempos que nos abruman de confinamiento, pero también de recogimiento, no existan detalles pequeños, minúsculos, que nos emocionan, nos engrandecen y nos llenan el espíritu, o como diría un famoso juglar de los que apenas quedan, nos alimentan el alma.

Para mí, hombre de paso corto y de paseo largo, hoy amputado y congojado, encuentro un tibio placer en la inesperada sorpresa que puede aparecer en mi pequeña panadería o ultramarinos, pues, aunque no hay bacalao, hay un poco de todo.

Y es que es un lugar en el que de normal predomina el oficio de los tenderos y la moderación de los clientes, pero en estos tiempos de insólitos apartamientos, señorea en su interior un silencio, roto únicamente por el rigor de la palabra, la sobriedad del mensaje y la economía del lenguaje que, al asiduo visitante, a la vez que le asombra lo admira, pues hay regalos para los oídos propios del lenguaje de los objetos inanimados que habían quedado en la desmemoria.

Pero no es solo su interior donde se puede encontrar la sorpresa. Ahora, con el rigor de la distancia y con las máscaras escondiendo el rostro, tal vez porque hemos perdido el respeto a nuestro ego y a nuestras simulaciones, buscamos en el prójimo el sosiego de la conversación.
Así, no hace mucho, me encontré una fila perfectamente ordenada y bien pertrechados de paciencia. Todos ellos, posados como maniquíes o como muestrario omnívoro de individuos dispuestos a la galantería, habían parado el reloj y dispuestos a escucharse con agrado y cortesía. Me pregunté, envuelto y seducido ante tal derroche de humanidad, si cuando el tiempo al aire libre escasea es cuando aprendemos a saborearlo y disfrutarlo.

Mañana, quién sabe, si una vez nos hayamos desprovisto de las máscaras y de los guantes, si cuando nuestras caras queden expuestas a las miradas de los demás tal y como son volveremos a recelar de nosotros mismos, a escondernos, a disimularnos con los ropajes de moda, o a jugar al disimulo o a cubrirnos con brillos que cieguen a los demás, esa humanidad que nos corresponde y nos obliga como especie, quede de nuevo confinada egoístamente en nosotros mismos. ¿De qué nos avergonzamos?

© José Carlos Atienza.

miércoles, 1 de abril de 2020

LA ESPAÑA DE SIEMPRE ¿Aprenderemos alguna vez?. INTERREGNOS.


       
      
       La península ibérica a lo largo de la historia ha sufrido algunas invasiones de buen calado histórico. En todas ellas, romanos, musulmanes y franceses, y en otras de menor trascendencia, los invasores contemplaron, desde la estupefacción y más tarde desde una reconfortante alegría, cómo los pueblos de la península dirimían sus diferencias, siempre insalvables y siempre inacabables, a tortas. Las invasiones siempre resultaron fáciles y todas ellas tuvieron el mismo final: fracasaron. Y lo hicieron porque después de años de dominación, los invadidos tuvieron un objetivo común, inapelable e irrenunciable.

      De nuevo España, fiel a su historia, para no desmerecerla o para no olvidarla, vuelve a repetirla. Los momentos actuales, tan parecidos a aquellos de hace más de dos mil años con los romanos, o hace doce siglos con los musulmanes, vuelven a estar de actualidad.
           
     Ahora, ante esta nueva invasión tan rápida y sencilla, el español, que debe tener una querencia secreta hacia el masoquismo, parece disfrutar empeorándolo todo hasta sus últimas consecuencias, y uno duda, de si es por un desvío genético, por su estupidez o porque así la gesta es más impresionante y hay algo de lo que presumir ante las generaciones venideras. En cualquier caso, debe ser entonces cuando, guiado más por el sentimiento que por la cabeza, encuentra el fin que justifica los medios y comienza su lucha, primero la resistencia y luego la victoria.
           
         Y ahora, cuando la invasión da sus grandes estocadas, fieles a nuestro pasado, volvemos sobre los mismos errores, como si no quisiéramos aprender de nosotros mismos. Ahora esta invasión nos vuelve a coger divididos, y esta vez no son solo los pueblos, que también, sino que se añaden las ideologías, los gremios, las asociaciones, los privilegiados, los explotadores, los explotados, los funcionarios, los autónomos, los empresarios, los iluminados, los sabiondos y los cretinos. Demasiados frentes para luchar contra un enemigo común. ¿Aprenderemos alguna vez?


© José Carlos Atienza. Abril 2020.

miércoles, 18 de marzo de 2020

LA VIDA EN INTERVALOS. INTERREGNOS.


Mis pasos se asientan por lugares hartamente recorridos. Una y otra vez, en una incesante y tortuosa repetición, vagan por cualquier estancia de la casa buscando la novedad e incluso la sorpresa.

Difícil coyuntura para que algo así pueda ocurrir y, la vida, como le ocurrirá a otros muchos, se ha convertido en un habitar pequeños intervalos y vivirlos con intensidad desmesurada, como si cada uno de ellos fuera ese día que no queremos que llegue a su fin. 

Ahora, hay un intervalo para ver la televisión, o una película, para jugar al ordenador, para la reunión familiar, para la soledad intencionada e incluso para ese combinado que no encuentra motivo para celebrarse. Hay un intervalo para salir a la compra o tirar la basura o incluso pasear al perro. Y surgen esos intervalos, antes dejados al libre albedrío, a la improvisación o a la sorpresa, para el desasosiego carnal programado, casi escrito y descrito en las cabezas con hora de comienzo.

Este virus ha convertido nuestra vida en eso, en intervalos y, también, terriblemente, en una agenda familiar programada. Nos faltan las alertas y estas, mejor que no lleguen nunca.


© El embegido dezidor.

viernes, 13 de marzo de 2020

La realidad tirana y autócrata. INTERREGNOS.


El hogar comprime, y lo hace cuando no es la voluntad la que gobierna, cuando, sometidos al arbitrio o al capricho, seguramente encontrado, que no buscado, las horas se consumen entre paredes y pasillos mientras el día, como un carrusel de imágenes irreales, se pavonea tras el cristal dejando el azúcar en su lisa superficie y la amargura en el paladar. Es entonces cuando el hogar oprime y se siente la estrechez, no del espacio, sino del forcejeo de lo increíble hecho posible, de la invasión de lo extraño, de la retirada hacia ninguna parte, del discurrir atorado y angustioso y, se impone, como una necesidad vital e inexcusable, invadir el espacio que al otro lado de la puerta se ha vuelto beligerante.

Ahora, cuando el veto se impone, y la censura es parida por la propia voluntad, me acostumbro al sosiego del tiempo casi infinito que dicta sin piedad su malvada afrenta y yo, reposado en la quietud y almibarado en el sofá, intento, cuando la noche va escribiendo entre las manecillas del reloj sus últimos estertores, que todo, aun siendo real, parezca que no ha existido, que el día, aun habiéndose consumido, ha dejado una anécdota como la historia que amanece entre mis manos entreverada en páginas y más páginas.

Y, sin embargo, bastará con cerrar esas páginas para saber que todo era una ficción y que la realidad, tirana y autócrata, que ha llegado para dictar sus propias reglas sin descanso, aparecerá de nuevo al día siguiente.


José Carlos Atienza. Marzo 2020.

domingo, 16 de febrero de 2020

LA MALA EDUCACIÓN XVI. Literatura sin visibilidad en los medios de comunicación.


Leía la noticia de una publicación que merece todos mis respetos, Moonmagazine.com, escrita por una pluma prestigiosa y mordaz en sus artículos, Santiago García-Clairac, cuyo titular ha suscitado mi interés, y su artículo, que camina entre la realidad, la preocupación, la crítica y la reflexión, ha provocado que me haga eco de su interrogación y esgrima una respuesta que pueda tener, ese es mi propósito, un mínimo interés.

¿Qué puede estar ocurriendo para que disciplinas como la literatura, y más concretamente la literatura infantil y juvenil, tengan tan poca presencia en los medios de comunicación y especialmente, en la televisión?

https://www.moonmagazine.info/literatura-infantil-y-juvenil-no-tiene-visibilidad-mediatica/?fbclid=IwAR0NUfkb0McQv0YPun9SZE8kl_heomF0oMUQoegEMdKVAJdE4fcCEw7698w


No hay duda que podemos resolver el misterio, y así lo apunta el autor del artículo: se trata de un problema de rentabilidad. Y, sin faltarle un ápice de razón, aunque como bien deja entrever, no es el único, la problemática no existiría en cuanto los niveles de audiencia incentivaran y justificaran la inversión realizada en ese espacio.

Pero ¿por qué la audiencia no respaldaría un programa cultural basado en la literatura infantil y juvenil? Principalmente, por la desconfianza de las cadenas de televisión. Y esta desconfianza se apoya en dos premisas: la primera asegura que los niños y adolescentes no leen. Premisa muy discutible, favorecida por estudios que afirman -y no sé si confirman- que en España se lee muy poco; y la segunda, por una realidad que hasta ahora desconocía y que me resulta curiosa y chocante, y es que familias preocupadas por la marcha y desarrollo de sus hijos en la escuela, se acercan a las tutorías a solicitar recomendaciones, no solo de libros, sino también de programas de televisión adecuados a la edad de sus hijos que puedan mejorar su comprensión e incentivar su curiosidad porque, y cito palabras textuales: “Ya no ven televisión”.

Si antes la televisión fue una fuente de entretenimiento y lugar de encuentro familiar donde liberar tensiones, abandonar el cansancio y estrechar lazos, hoy, para estos jóvenes, se ha convertido en un artículo anticuado, aburrido y, sobre todo, un instrumento que exige demasiada paciencia para unos tiempos en los que cada segundo es oro. Hoy, la televisión altera los sistemas nerviosos infantiles y juveniles porque sus mensajes no se producen con la celeridad que lo hacen los disparos o personajes encerrados en cualquier dispositivo electrónico.

Queda muy lejos pensar que, en estos tiempos, espacios como “La bola de cristal” puedan volver a existir. En primer lugar, por la mojigatería imperante y, en segundo lugar, por la dificultad de hacer un programa literario dinámico, interactivo y de mensajes cortos, concisos y directos que no superen los cien caracteres o los treinta segundos de duración.

© José Carlos Atienza.