Mis pasos se asientan por
lugares hartamente recorridos. Una y otra vez, en una incesante y tortuosa
repetición, vagan por cualquier estancia de la casa buscando la novedad e
incluso la sorpresa.
Difícil coyuntura para que
algo así pueda ocurrir y, la vida, como le ocurrirá a otros muchos, se ha
convertido en un habitar pequeños intervalos y vivirlos con intensidad
desmesurada, como si cada uno de ellos fuera ese día que no queremos que llegue
a su fin.
Ahora, hay un intervalo para
ver la televisión, o una película, para jugar al ordenador, para la reunión
familiar, para la soledad intencionada e incluso para ese combinado que no
encuentra motivo para celebrarse. Hay un intervalo para salir a la compra o
tirar la basura o incluso pasear al perro. Y surgen esos intervalos, antes
dejados al libre albedrío, a la improvisación o a la sorpresa, para el
desasosiego carnal programado, casi escrito y descrito en las cabezas con hora
de comienzo.
Este virus ha convertido
nuestra vida en eso, en intervalos y, también, terriblemente, en una agenda
familiar programada. Nos faltan las alertas y estas, mejor que no lleguen
nunca.
© El embegido dezidor.
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