El hogar comprime, y lo hace cuando no
es la voluntad la que gobierna, cuando, sometidos al arbitrio o al
capricho, seguramente encontrado, que no buscado, las horas se
consumen entre paredes y pasillos mientras el día, como un carrusel
de imágenes irreales, se pavonea tras el cristal dejando el azúcar
en su lisa superficie y la amargura en el paladar. Es entonces cuando
el hogar oprime y se siente la estrechez, no del espacio, sino del
forcejeo de lo increíble hecho posible, de la invasión de lo
extraño, de la retirada hacia ninguna parte, del discurrir atorado y
angustioso y, se impone, como una necesidad vital e inexcusable,
invadir el espacio que al otro lado de la puerta se ha vuelto
beligerante.
Ahora, cuando el veto se impone, y la
censura es parida por la propia voluntad, me acostumbro al sosiego
del tiempo casi infinito que dicta sin piedad su malvada afrenta y
yo, reposado en la quietud y almibarado en el sofá, intento, cuando
la noche va escribiendo entre las manecillas del reloj sus últimos
estertores, que todo, aun siendo real, parezca que no ha existido,
que el día, aun habiéndose consumido, ha dejado una anécdota como
la historia que amanece entre mis manos entreverada en páginas y más
páginas.
Y, sin embargo, bastará con cerrar
esas páginas para saber que todo era una ficción y que la realidad,
tirana y autócrata, que ha llegado para dictar sus propias reglas
sin descanso, aparecerá de nuevo al día siguiente.
José Carlos Atienza. Marzo 2020.
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