martes, 12 de enero de 2021

LA MALA EDUCACIÓN XVIII. ESA VECINA QUE ME DIJO... II (Ley Celaá)

 

Me contaba mi vecina, en uno de esos días insulsos, en los que no hay mucho de qué hablar, en una de esas ocasiones en las que uno espera que la conversación termine cuanto antes para no ensombrecer más un tiempo indeseable que nunca debió suceder, la historia y el porqué de la matriculación de su hijo y de la elección de colegio. Y todo ello macerado, que no dulcificado, pues iban sus palabras cargadas de vinagre y picante, con una perorata envenenada que apuntaba una y otra vez a una escuela y, más concretamente, a una ley que sí, que me afecta directamente, pero que yo no he redactado. Si a alguna conclusión llegué, o más bien confirmé, es que mi vecina y yo no nos pondremos nunca de acuerdo. Pero, aun así, no cejando en mi empeño y, tal vez, por deformación profesional, le rogué que me escuchase, que mis palabras le aportarían una información extra que, sin ser nada extraordinaria ni secreta, podría serle de valor, y que no encontraría, muy posiblemente, en su televisión.

 
Esta afirmación pareció convencerla, al menos no hizo por marcharse, y sé que lo deseaba. Se quedó a la escucha, aunque solo fuera por demostrarse y demostrar después ante su prole, que ella tenía informaciones diferentes con las que enriquecer el debate.

 Le expuse que su cruzada ―de este modo quise halagarla―, sin poner en duda su legitimidad, estaba lejos de querer, o más bien de buscar, una educación concreta, específica y común para el país; que bajo esas banderas, ahora naranjas, el objetivo principal dista mucho de lo ya citado, y sí es alimento de muchos caraduras, de esos que mueven los hilos y que siempre encuentran el apoyo en una gleba reacia a la reflexión pausada. Izar bandeas puede ser un ejercicio muy saludable, y seguramente lo es, pero que tras la enseña está el objetivo, que no es otro que el de mantener, sostener y eternizar unos privilegios.

 Ella clamó al cielo, bueno más que al cielo a mí, y me dijo que “quién si no se iba a interesar por una educación determinada que ellos, que apelaban a la libertad y que parecía que solo ellos eran los interesados”. Interpreté que ese «ellos» se refería a la escuela concertada. Le incidí en mi argumentación: «El interés debería ser de todos, y cuando solo es parcial, usted me está dando la razón».

 Ella no contestó —no porque no tuviera contestación, que sé que la tenía—, y prefirió callar. Rara excepción, pues es del gusto de dar la bravuconada, que así lo practicó en sus años de aspiración política. Y yo aproveché que tal oportunidad me brindaba para seguir con mi discurso que ya se parecía a un soliloquio.

 Y en la selección radica la vehemencia de tanta protesta, continué, pues si esos privilegios, siempre de unos pocos, fueran de la mayoría, dejarían de ser privilegios. Afortunadamente no se trata todavía de una selección natural ―aunque no faltarán propuestas encaminadas a la consecución de dicho objetivo―, pero sí una selección económica.  Y aquí está el quid, se trata pues, de conseguir esos privilegios y apropiarse de ellos como algo natural, más por diferenciación o por apariencia que por convicción, que ya dice el dicho: «vístete como quieras que en la calle te desnudan».

 La cara de mi vecina era un conglomerado de gestos, que, desde luego, certificaban que no aprobaban mis palabras.

 

© j.c atienza.

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