Si me preguntaran cómo quiero vivir los años que me queden, contestaría, sin dudar, que rodeado de libros. Doy por hecho, para evitar suspicacias y maledicencias, que, por supuesto, al lado de los míos, de mi familia, porque en este punto quiero ser un privilegiado, y considero un premio irse cuando corresponde, pero siempre el primero, que no quiero llevar las despedidas adosadas a los recuerdos.
Habrá quien se pregunte: «La de este hombre debe ser una vida aburrida», y no voy a ser yo quien se lo discuta, pues es cierto que no es mi vida una vida para ser narrada, porque si alguna vez tuvo algo de interés, ese quedó para la memoria como algo pétreo que ni los recuerdos, a mi edad, consiguen trasmitir vivacidad. Ahora, y por ser un momento en el que la vida ofrece mucha resignación, y las ilusiones, si aparecen, son muy comedidas e incluso dosificadas, son los libros una fuente de vida y de salvación.
Tal vez por todo esto, haya nacido en mí la pasión por los libros, una pasión que, si bien no es reciente, se ha acrecentado con la edad y tal vez —con un poco de mala leche—, este aumento ha ido de la mano al mismo ritmo que mis ojos han perdido autoridad. Y el resultado debe ser, pues me gusta encontrar una explicación, que cuando uno apenas puede vivir su propia vida, ésta se encuentra entreverada en esas páginas, viva en esos personajes que ahora me empeño en buscar. Vida o vidas que nunca he soñado y que, con seguridad, jamás viviría ni viviré, pero que, a través de sus páginas, esas vidas que pertenecen a otros, me acompañan, las acompaño y las comparto.
Sí, por favor,
quiero libros, y táchenme si quieren de sibarita, pero creo que puedo tomarme
esa licencia, porque tratándose de libros, confieso que los prefiero de papel,
porque el libro es como el sexo, que si los sentidos son muy importantes, el
tacto es fundamental.
© El embegido
dezidor.
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