Habló Ayuso, y lo hizo por
esa boca de eco y noticiario, entre el discurso pugilístico y cortesano, entre
lo bravío y lo vulgar, o con ambos, porque es de su naturaleza ser generosa,
braveadora y buscarruidos.
Habló Ayuso y causó pavor,
incredulidad, irreligiosidad y aplausos que, en esto, como casi en todo, va por
barrios; y ella, encopetada y farfantona, anunció el final de una educación
regalada. ―¿Acaso hay mejor regalo? Me pregunto―. Será porque Ayuso no ha tenido
una educación regalada, o porque su educación no fue ni mucho menos un regalo,
tiende al reduccionismo, a la idea desnuda, sin curvas y sin lencería y, por
ello, ha causado tanto revuelo en redes y fuera de ellas, porque la sencillez e
incluso la simpleza no son solo bien entendidas, sino veneradas.
Pero prestando atención a su
discurso, o a la falta del mismo, y teniendo como precedente la animadversión
que la presidenta siente o padece por la escuela pública, que podrá ser escuela,
pero en sus desvelos no es educación, afirmo que ha sido mal entendida. Conclusión
a la que llego por descarte. Si la escuela pública no es educación y en la otra
escuela, la de empresa y billetera, se paga hasta por figurar, queda únicamente
la escuela concertada como ejemplo real de educación regalada.
Y Ayuso ha advertido, y lo ha hecho por adelantado; de modo que una vez que estos «regalos» para matricularse en
una educación subvencionada por la teta del Estado desaparezcan, puede que lo
que se entendió por un privilegio defendido a capa y espada por plazas, bares y
velorios con lacitos naranjas y enseñas rojo y gualdas, sea ahora un castigo
por querer pertenecer, de apariencias, a una clase social por encima de sus
posibilidades, pues es, al fin y al cabo, un episodio más en la lucha de
clases, pero donde solo combate una: la de Ayuso.
© j.c atienza.
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