No parece, en este mal
llamado conflicto catalán-español, que exista un punto desde el que
sugerir un nuevo origen y desde el que comenzar a andar un nuevo
camino. No lo parece, no, pero ese punto existe.
Y es que resulta que
catalanes y el resto de los pueblos con identidades propias y bien
definidas, también históricas, que conforman este Estado español,
no somos tan diferentes como quieren demostrar empecinadas mentes de
egregios simulacros, que tras una algarada verbal, parecen estar en
la posesión de la verdad absoluta. La incisiva y venenosa obsesión
por demostrar diferencias en contraposición a otras para definir las
primeras, no es algo nuevo, ni propio de Cataluña. La historia nos
ha demostrado una y otra vez que estas diferencias entre todas las
identidades del Estado, han existido y aún existen. Es este un rasgo
muy español, de la península, me refiero, muy propio de nuestro
carácter, pero no el único.
Cataluña y los demás
pueblos del Estado, naciones de hecho todavía no reconocidas,
sufrimos en la actualidad gobiernos que están muy por debajo del
nivel de sentido común, ética y moral de la población de la
península que no los merece.
Ambos, gobierno de Cataluña y gobierno de España, hacen glorias de una ceguera que no raya lo insano, lo insalubre, sino lo putrefacto. En el territorio penínsular impera el reino de la mediocridad, y la chapuza se convierte en objeto de adoración y del culto más delirante. Ejemplos: actuación policial y un referéndum más propio de una película de Paco Martínez Soria que de un territorio que aspira a la independencia.
A todos los ciudadanos
de este Estado se nos exige, por parte de sus gobiernos sumisión. Un
acto de fe que supera cualquier religión e incluso superior a
cualquiera de las nuevas religiones que emergen bajo el sayo de la
electrónica. La inquisición y la dictadura ejercida por los
terratenientes del medievo, han regresado a nuestros días e imperan
por las calles de nuestras ciudades, todas. Resulta ingenuo creer que
uno u otro es poseedor de esa certeza inmutable e inamovible como se
demuestra en los discursos aprendidos por jóvenes y mayores de uno u
otro lado de «la frontera».
En ambos lados, Cataluña y resto del Estado, predomina la argumentación pobre, poco condimentada, repetitiva e incluso culturalmente insultante «¿prensa española manipuladora?» ¿Se trata de algo nuevo? Pero ¿alguien puede pensar que la prensa catalana es la pulcritud y pureza informativa de gran rigor y objetividad? ¿Desde cuándo los medios no se han plegado a los intereses de quién les paga? Como decíamos de pequeños: «tonto el que se lo crea».
Ambos lados hacemos gala
de algo muy de nuestro terruño que ha marcado nuestra historia y es
la apelación a los sentimientos. Manera rápida y eficaz para acabar
con cualquier razonamiento. No hemos descubierto, y ya han pasado
siglos, que los sentimientos son lo menos democrático de las
personas. Ahora, desgraciadamente es el nuevo sentido común. Todos
apelan a él, sin duda la peor de las razones, pero como marca
nuestro devenir, y este rasgo es muy español: «lo hago así por
huevos».
Compartimos el gusto por la confrontación que sigue siendo el motor de nuestra identidad. Incapaces de enriquecer nuestro patrimonio y compartirlo. Para muchos, aguerridos defensores de una idea, le bastan dos frases, una lengua, en muchos casos mal hablada y pobre de vocabulario y unos colores para convertirse en adalides de una idea u obsesión sin importar los medios para llegar a un fin. Es el freno que nos ha situado en el actual papel que España, o cualquier estado desmembrado de esta atribulada península, desempeñará en esta Europa empecinada en acabar con las diferencias.
Es muy nuestro despertar los odios para eliminar precisamente lo que nos hizo evolucionar desde los tiempos del Paleolítico: la racionalidad. El odio se ha convertido en el opio de los idealizados y en el gran alimento y tormento de las ideologías, en la mejor herramienta que abre las puertas del paraíso a manipuladores, corruptos e interesados.
No debemos olvidar
nuestra falta de memoria y la facilidad para olvidar, así como el
desenfreno del que hacemos gala para mostrar una pasión que nos
eleva al Olimpo de la fruslería. No me queda más que preguntarme,
llegados a este punto y sin querer profundizar más, si habrá una
generación de políticos que con rigor, inteligencia, honestidad y
coherencia, sean capaces de llevar a buen término las aspiraciones
ideológicas que nunca deben ser suyas, sino las de una mayoría y
que sepan demostrar de forma fehaciente que así es.
Por compartir hasta
compartimos gobiernos corruptos. ¿No es suficiente para sentarse a
hablar y llegar a una votación legal que permita la verdadera
libertad de expresión recogida en nuestra Constitución?
(c) El embegido dezidor.
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