La
vida del escritor no es fácil, decir esto es de Perogrullo, pero a diferencia
de lo que piensan muchos otros, especialmente quienes no escriben ni se sienten
atraídos por la lectura, el escritor trabaja veinticuatro horas diarias, y se
amarga y enfurece en las horas de sueño —y en las que no— si ha dejado escapar
una idea.
Para
el escritor no hay descanso, siempre en busca de la magia, de ese rincón
inspirador que atraiga a la palabra y que la haga mágica; de ese lugar
encantado cuyo encantamiento sobrepase el papel e impulse sus textos a alcanzar nuevos mundos en los que habitar y quedarse. Rincones que, por alguna razón,
guardan en sus íntimos secretos ese “algo” especial reservado para cazadores de
almas desasosegadas en busca de auxilio, de entendedores de sentimientos y de
descifradores de lo oculto.
Así,
la vida del escritor, siempre inmerso en la apología de la oración, con
agradecimiento infinito a la palabra, la cuida y la mima para que su aparición
deje de ser fugaz, y su nacimiento viaje hasta el cielo de los ilustres, hasta
las nebulosas de la eternidad. Y una y otra vez repetirá, porque la vida
también comienza en un papel y porque vivir, puede vivir tantas vidas...
Y
desde mi retiro, como individuo que escribe, que no escritor, es mi deseo
viajar con las palabras y explorar esos rincones sintiéndome Marco Polo, o
Fernando de Magallanes, o James Cook o Amundsen, y apropiarme de todos esos
paraísos inspiradores y, si bien mi pluma no es la beneficiadora de sus
dádivas, es mi deseo compartir —esos paraísos— con aquellos cuyas plumas,
cargadas de magia en su tinta, me hacen viajar con encantamiento a esos otros
lugares que ellos, afortunados, sí han encontrado.
©
José Carlos Atienza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario