domingo, 24 de noviembre de 2019

ESCRITORES...


La vida del escritor no es fácil, decir esto es de Perogrullo, pero a diferencia de lo que piensan muchos otros, especialmente quienes no escriben ni se sienten atraídos por la lectura, el escritor trabaja veinticuatro horas diarias, y se amarga y enfurece en las horas de sueño —y en las que no— si ha dejado escapar una idea.

Para el escritor no hay descanso, siempre en busca de la magia, de ese rincón inspirador que atraiga a la palabra y que la haga mágica; de ese lugar encantado cuyo encantamiento sobrepase el papel e impulse sus textos a alcanzar nuevos mundos en los que habitar y quedarse. Rincones que, por alguna razón, guardan en sus íntimos secretos ese “algo” especial reservado para cazadores de almas desasosegadas en busca de auxilio, de entendedores de sentimientos y de descifradores de lo oculto.

Así, la vida del escritor, siempre inmerso en la apología de la oración, con agradecimiento infinito a la palabra, la cuida y la mima para que su aparición deje de ser fugaz, y su nacimiento viaje hasta el cielo de los ilustres, hasta las nebulosas de la eternidad. Y una y otra vez repetirá, porque la vida también comienza en un papel y porque vivir, puede vivir tantas vidas...

Y desde mi retiro, como individuo que escribe, que no escritor, es mi deseo viajar con las palabras y explorar esos rincones sintiéndome Marco Polo, o Fernando de Magallanes, o James Cook o Amundsen, y apropiarme de todos esos paraísos inspiradores y, si bien mi pluma no es la beneficiadora de sus dádivas, es mi deseo compartir —esos paraísos— con aquellos cuyas plumas, cargadas de magia en su tinta, me hacen viajar con encantamiento a esos otros lugares que ellos, afortunados, sí han encontrado.  

© José Carlos Atienza.


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