Confieso que soy escribiente
quejicoso, que aborrece de prosapias, y es singular esta singladura de buscar,
en estos desabridos pareceres, tratándose de materia educativa, alguna enmienda
que sea ledicia y satisfacción para las partes en litigio que, si bien no sea
contento de alguno de los actores, sí que sea suficiente para sosegar bríos y
abatir ofensas.
Y es que en educación no existe la
concordia. ¡Qué hacer con tan gran contrariedad que no encuentran cura, y toda
prosodia es cuna de prosaicas palabras! Se buscan para expurgar obligaciones,
además de pecadores y culpables, a clérigos y hasta jueces, que todo bienestar
radica en derramar el sermón, cuan germen fuera a la judería y deleitarse en la
idiotez que ya es idolatría.
Pongamos por caso que, en la
denostada y defenestrada búsqueda de reparaciones, al igual que conductores,
tuvieran evaluación las familias. ¿Qué tal si ésta fuese un carnet por puntos y
sean ellas, las propias familias, si dejadez de sus funciones existiese,
quienes obtengan como premio pasar con sus huesos, unos cuantos días más uno,
en una escuela para padres? Pues es seguro, que hay edades en las que la
experiencia no rasura la ignorancia y para los vástagos, párvulos todavía,
desorientados en un patológico ejemplo, es capital evitar su condena, que ya es
grave descalabradura emular la conducta del ascendiente. Prófuga profesión le
espera a la progenie inocente que sobreviene, perpetuadora del estigma y
cómplice alevosa e iletrada del daño futuro.
© José Carlos Atienza.
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