Fue grande la altanería. Gestos maledicentes
parían las manos desde sus tronos de plática. Hacecillos de palabrería fecundada
en una opulenta aversión contra el «contrario» siempre en una incesante búsqueda
de lo opuesto. Soflamas y epístolas omnipresentes en sesiones matutinas, vespertinas
y nocturninas.
¡Qué gran arrojo y hasta
supremacía! «¡De aquí no nos moverán!» afirmaban y firmaban. Y los enviados,
los mensajeros de la verdad incólume e inmaculada cayeron del cielo y hasta de
sus tronos y aposentos, y viendo que no encontraban remedio, echaron por la
calle de en medio.
Otros, cuando la fábula asoma su
verdadera esencia, afirman que aquella porfía era solo una pantomima.
Y la calle seguirá gritando, no
sé si por desdoro o por ensoberbecimiento, pero «desde que cantó el pajarillo,
dejó al descubierto su nidillo».
No hay mártires cuando la perfidia
florece, ni ídolos cuando la felonía acontece. Y quien fervoroso relucía, ahora,
abreviado y taimado se presenta, y al pairo deja al pajarillo que desplegó sus
alas por su osadía.
© El embegido dezidor.
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