Confieso que hui de la política.
Y este principio de desafección y la consiguiente deserción me resultó en
extremo preocupante, pues si bien es cierto que nadie puede vivir ajeno a la
política, siempre encontré en los debates la esencia de sus personajes.
Y todo viene a colación por ese
debate mantenido en Telemadrid, el pasado 19 de mayo, que yo, con renovados
aires y con esa emoción primeriza y juvenil si se quiere, me dispuse a
disfrutarlo como si fuera el primero.
No permanecí demasiado tiempo frente
al televisor. Creo, y es una percepción personal, que fueron los propios
debatientes los que me obligaron a desconectarme de la cadena y seguir los
dictados de una voluntad, ajena a mí, que clamaba por la retirada como mejor
propuesta para, desde la distancia, recomponerme.
Y es que los minutos transcurrían
lánguidos, pesarosos, con frases y párrafos aprendidos de memoria y con maneras
heredadas, sin personalidad, como novatos e inocentes aprendices de su
precursor.
El debate no fue más allá del “Yo
me comprometo” y de aventar promesas y más promesas, exigiendo al votante, como
no podía ser de otra forma, que más que un acto de reflexión practique un acto
de fe. Y cuando en el debate el todo es la nada y la nada es el todo, todo es
nada —citando versos de José Hierro en su poema: Nada—.
Ahora, recuperándome de mi
desafección, espero encontrar en los pocos días de campaña que quedan, algo más
de talento político, pues ni es ni debe ser poca cosa dedicarse a la política,
y cuando menos, exigiría a la torva imperante, salvo honrosas excepciones, que
también las hay, que no renunciasen a esas perlas que se hacen virales con las que,
además de hacernos pasar buenos ratos, demuestran ser personas muy normales,
tan normales que me pregunto si mi vecino o mi vecina, incluso yo mismo, no
estaremos capacitados para desempeñar con mayor dignidad esa función de
representantes públicos.
© El embegido dezidor.
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