La escuela pública se basa en dos
pilares fundamentales: calidad y confianza. No hay duda que uno lleva al otro,
pero la confianza es fundamental para su subsistencia. Es la confianza el único
imán que tiene para atraer alumnos a sus aulas. Una confianza que tiene que
emanar de los mismos profesores que son quienes, trabajando con sus alumnos día
a día, se van ganando el favor de las familias al ver, sobre el terreno, y no en
la imaginación de unas floreadas y engalanadas paredes e instalaciones, el
progreso de sus hijos.
Pero desgraciadamente esto no sucede siempre así, y con más frecuencia de la deseada, ese profesor o profesora que será, o es, tutor de nuestros hijos, no confía e incluso desprecia la escuela para la que trabaja, llevando a sus hijos a escuelas del ámbito privado o pseudo-privado.
Es aquí donde empieza la pérdida de nuestra credibilidad, de la credibilidad de los maestros y maestras de la pública, y la perdemos por estas actitudes pérfidas, descaradas y dañinas.
¿Y qué ocurre
con las familias?
Para las familias es muy difícil entender, como para cualquiera, que una parte del profesorado se perjudique a sí mismo y a sus propios compañeros. No pueden entender esta actitud insolidaria en el seno de claustro de profesores que se encargará durante una década de educar a sus hijos. No pueden entender, como tampoco lo entendemos quienes trabajamos al lado de estas actitudes tan perniciosas, que desde el interior de sus aulas alimenten a las alimañas que se frotan felices las manos porque son los propios maestros, (afortunadamente no todos) precisamente de la pública, quienes les están haciendo el trabajo sucio y a su vez, empobreciendo la escuela en la que las familias han depositado su confianza, y ¡qué mayor confianza que tener a sus hijos en nuestras aulas!
Para las familias es muy difícil entender, como para cualquiera, que una parte del profesorado se perjudique a sí mismo y a sus propios compañeros. No pueden entender esta actitud insolidaria en el seno de claustro de profesores que se encargará durante una década de educar a sus hijos. No pueden entender, como tampoco lo entendemos quienes trabajamos al lado de estas actitudes tan perniciosas, que desde el interior de sus aulas alimenten a las alimañas que se frotan felices las manos porque son los propios maestros, (afortunadamente no todos) precisamente de la pública, quienes les están haciendo el trabajo sucio y a su vez, empobreciendo la escuela en la que las familias han depositado su confianza, y ¡qué mayor confianza que tener a sus hijos en nuestras aulas!
Como padre espero de ese profesor o profesora, la seguridad del empeño en su trabajo. Necesito confiar en su dedicación, en su entrega a unos alumnos que podrán ser mejores o peores, más ricos o más pobres, de diversas nacionalidades, pero eso sí, con los mismos derechos que todos. Necesito de esa confianza para matricular a mi hijo en esa escuela que es de todos y para todos. Pero ¿pueden las familias confiar en un profesor de la escuela pública cuyo hijo está en la escuela privada? ¿Se puede confiar en un profesional, en el seno de la pública, que apuesta por una escuela que no fomenta la igualdad entre los iguales, que discrimina o selecciona sutilmente según interés, precisamente lo contrario que ese profesional debería fomentar? ¿Se puede confiar en quién ignora el ejemplo y la coherencia y tiene la indecencia, en algunos casos, de vestirse con la camiseta verde en defensa de la educación pública? ¿Es ese el modelo que las familias desean de profesor, de persona, para educar a sus hijos? ¿Es ese el espejo, el ejemplo, que un día será referencia para sus hijos?
Por aquí, la escuela pública se desangra.
J.C Atienza.
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