Ayer el trabajador soñaba con poder dar a sus hijos una educación que les permitiese alcanzar todo lo que él no había podido conseguir. Ayer el asalariado tenía la seguridad que la escuela era garantía de igualdad para todos a la vez de ser el vehículo para que sus hijos pudieran competir, sin desventajas, ante cualquier oponente sin importar cuánto cargara en su cartera. No podemos y no debemos olvidar a quienes ayudaron a alcanzar cotas de progreso que hoy nos suenan lejanas. Hoy, a diferencia de ayer, los trabajadores sueñan con que a sus hijos en el futuro no les falte de comer. Esto es lo que estamos progresando.
Hoy, poco más o menos que ser sindicalista es convertirse en el destinatario natural de la aplicación de la ley de vagos y maleantes. Hoy, un trabajador, un asalariado por ejercer su derecho a la huelga se le considera interesadamente como un traidor a la empresa e incluso a la patria.
Los trabajadores han pasado de ser los cimientos que forjan el beneficio de una empresa a ser el desprestigio social, y cuando protestan, el lastre que impide un crecimiento económico. El trabajador, sin quererlo ni desearlo, se ha convertido en ese despojo necesario para mantener por un lado, las estructuras forjadas por quienes se han consagrado como gerifaltes, siempre tan dispuestos a salvar la patria creando beneficios empresariales bajo la original e imaginativa idea de los despidos, de las rebajas salariales y sociales. Y por otro lado, a contribuir para las arcas del estado, con la satisfacción de unos impuestos que crecen en demasía para sus desnutridos bolsillos con los que salvar a esos mismos gerifaltes de sus carencias administrativas y ahorrativas.
Económicamente ahogados y sin posibilidad de ahorro, los trabajadores son aprovechados como conejitos de indias sobre los que experimentar fórmulas anticrisis y nuevas formas de explotación, humillación e incluso marginación.
Hoy, el trabajador es un súbdito de su empresario, tiranizado por la economía, rendido a su trabajo, cautivo de su salario, sometido a su Comunidad, a su Ayuntamiento, y oprimido por la propia democracia que ha sido convertida en un arma desde la que se flagelan sus derechos mínimos. Derechos que a estas alturas de la ¿evolución? de la civilización no deberían de ser mínimos.
Pero desde la poltrona de un despacho, o desde un pequeño cuarto para dar a luz a las palabras, se diseñan y ventosean todas estas y más estrategias de desprestigio, y por si no fueran suficientes, se acusa al trabajador de falta de dedicación a la empresa a la vez que se le exige un agradecimiento sempiterno hacia su empresario, porque a fin de cuentas, le guste o no, es quien le da de comer. Poco importa que “su empresario” le haya rebajado su salario, que le haya aumentado sus horas de trabajo, que le exija una salud de hierro y le pida dedicación exclusiva y extrema mermando ostensiblemente sus condiciones laborales.
Todo este esfuerzo desde administraciones, medios de comunicación y gurús de la opinión para deslegitimar cualquier atisbo de expresión de disconformidad ¿lo hacen por el bien de la empresa o del empresario? ¿Y qué es lo que más les beneficia? La aniquilación de los sindicatos.
Aquellos que comulgan con los innumerables postulados que se reafirman en este desfalco de derechos con los que se intenta modificar el curso natural del progreso, olvidan o ignoran que lo más importante no es la posesión de un trabajo más o menos fijo o estable, ni siquiera un trabajo como se nos intenta convencer, sino que al trabajo le acompañe un salario que le permita al trabajador vivir dignamente, con el que pueda pagar su alquiler, su hipoteca, sus impuestos y poder hacer una escapada al supermercado para algo más que ver las últimas novedades en congelados y los progresos científicos de los productos de droguería.
La algarabía lingüística que puebla los medios de comunicación insufla coraje a plumas que han estado dormidas o simplemente ocupadas en otros menesteres, y que ahora, aliándose con la voz institucional, que no por ello la más razonable, emergen como buitres en busca de carroña. Todos a la voz de “ar” se lanzan con vehemencia a tensar la soga con la que ahorcar a los sindicatos. ¿Y por qué? Porque eliminados los sindicatos, el trabajo pasa a ser pasto de esclavos. Conseguir un empleo se convertirá en una convención multitudinaria de esclavos compitiendo en una subasta por hacerse hacedores de las condiciones laborales más ínfimas y lamentables. Pero como Paco, el Bajo, aquel inolvidable personaje de la novela “ Los santos inocentes” de Miguel Delibes, debemos estar siempre agradecidos porque al menos acudimos a un lugar para trabajar, para ayudar o para entretenernos, aunque nuestra recompensa sea un bocadillo. Así que vengan muchas crisis. Todo menos investigar, inventar, crear... Eso se lo dejamos a los europeos que aquí, en España ya tenemos Las Vegas.
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