¡A su ritmo!
Cazcaleando por Internet, leo
con estupor en algunos foros, la animosa y beligerante sugerencia a las
familias para presentarse ante sus tutores ―me refiero al de sus hijos― y
exigirles que lo esencial en el aprendizaje del pequeño es su propio ritmo. Y, sin faltar a la razón, porque así lo dicta la ley, se enfangan en un error por
esa acritud enfermiza que los aleja de todo proceso reflexivo y objetivo al
imponerse, con ritmo acelerado, su vehemencia negando otra explicación.
Hoy todo tiene que ser
rápido. El papeleo, el supermercado, incluso el ocio, debe estar preparado para
el rápido consumo y la no menos rápida autosatisfacción. Hoy, la rapidez es sinónimo
de éxito y efectividad y, por estar en la mejor sintonía con la modernidad como
vehículo para auparnos a la cresta de la ola, manipulamos hasta nuestra propia
existencia para justificarnos.
Y un buen ejemplo de lo dicho
sucede cuando hablamos de educación, y más en educación infantil. En la
escuela, el tiempo debe detenerse o ralentizarse, y lo que en un principio era
bueno ―y me refiero al ritmo acelerado―, se torna en malvado y pernicioso. Y si
el aprendizaje, y más en esos primeros años, debe priorizar el propio ritmo de
los alumnos, digo yo que un pequeño empujón no va a ser perjudicial para ese
alumno que, más por dejadez que por dificultades, se estanca en una laguna de
la que, muy posiblemente, y por comodidad, no querrá salir. No puede ser que la
intención del maestro o maestra ―siempre la buena intención― por enseñarle una
letra, sea interpretado como un síntoma de explotación escolar o incluso de
acoso o maltrato psicológico.
La escuela no debe
convertirse en una reunión de espíritus libres que vagan por las aulas a su
ritmo, complaciente con aquellos a los que «ese ritmo» ni siquiera les late. Y
sí, debe pelear junto con las familias para que el niño no deje de descubrir,
aunque sea aquello que no le gusta.
© El embegido dezidor.
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