En estos días y en estos tiempos, víctimas de las modas y de
las corrientes y, también, del conformismo que produce el hecho de que sean
otros quienes nos cuenten qué es lo más adecuado para nuestros retoños, afloran
por los colegios, como polen en primavera, niños y niñas que, desde sus
primeros meses de vida, ya son catalogados por sus progenitores como «espíritus
libres», o bien, ya encontramos tal condición en sus aspiraciones más
inmediatas.
Espíritus libres que se hacen, que no nacen, y que son
consecuencia, más que de la inexcusable excusa de que madurarán a su ritmo, de
la dejadez de sus progenitores o de su impericia por establecer un orden y unas
reglas para favorecer, sin duda, su madurez y su independencia futura.
Llegarán esos niños a primaria y su espíritu libre vagará y
vagabundeará sin entender de normas porque ―en opinión de sus progenitores―
nació para romperlas; del mismo modo que no entiende de sus obligaciones porque
nunca las ha tenido. El muchacho o muchacha ―excusa de algunas familias― nació
para ser especial y desenvolverse en un mundo que, excepto él, está aborregado,
que es básicamente lo que está consiguiendo en la escuela y más, bajo la tutela
de ese tutor o tutora que se esfuerza para que sus alumnos de seis o siete años, aprenda a leer,
porque ahora sí es obligatorio.
Pero llegará el momento de finalizar la primaria y entonces,
el niño o la niña, no leerá con fluidez porque sigue vagando libremente entre
líneas y párrafos de cualquier libro que no entiende porque su ritmo, con once
años, apenas ha variado de cuando era más pequeño. Y llegará a secundaria con
la desidia propia del aburrimiento, que no es más que incomprensión, no por su
incapacidad, que no la tiene, sino porque la sociedad, el instituto ―y cito
textualmente algunas explicaciones reales de sus progenitores―, y más la
educación en general, no se han plegado a su ritmo. Y entonces, una vez más, la
culpa será de la escuela por no caminar a su ritmo, por no descubrir sus
cualidades dormidas y no comprender sus diferencias y, para no frustrarlo, le
daremos una palmadita en la espalda y le diremos: «Malditos y anticuados
maestros que no supieron entender cuál era tu ritmo y no hicieron nada para que
comenzara a latir. Esta sociedad no está hecha a tu medida».
© El embegido dezidor.