La atribulada Navidad cae por sí sola
desabrida por el ostracismo al que es condenado todo cuanto hay tras
el letrero de Navidad, desgraciadamente lo único tangible para
millones de familias; más allá: el ocaso, lo desconocido.
Es asomar el mes de diciembre y la
vorágine consumista de la Navidad, aunque mucho más contenida que
otros años, empieza a alcanzar su mayor apogeo, el clímax. Un
clímax que ya quisieran alcanzar muchas alcobas de
millares de hogares españoles y de todo el mundo y que ha
desaparecido, huido, dejando atrás muchos edredones, sábanas y
lujuria en la recámara, convirtiendo la cama en un intermedio, en
una pausa e incluso en una tregua. Prueba de ello es esa recámara
que aflora en estas fechas desvergonzada y que no disimula su
libidinosa propensión por convertir el hogar en una estampa no muy
ajena de lupanar. Los hogares parecen la viva expresión del decoro
más indecoroso consecuencia de la personal proyección del arte de
la decoración de un autor, poco artista o rijoso, fiel cliente de
los «chollo chinos» cuyos sueños húmedos llueven sobre su
conciencia habitada en la entrepierna.
La Navidad, esta Navidad tan globalizada, está convirtiendo los hogares en
simulacros de mancebías de poco o mucho lustre. Atrás queda la
esencia del recogimiento y el examen particular y propio de
conciencia. La Navidad, perdido ya el Oriente y usurpado el
Occidente, es el prostíbulo de la conciencia o se trata de nuestra
conciencia prostituida.
J.C Atienza.
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