A España le cuesta subirse al
carro de los tiempos. No es algo nuevo. Es un mal endémico que nos viene de
lejos, y no basta con esdrujulizar el nombre del festival y ponerle sonoridad
anglosajona para creernos, que no parecernos, más modernos. Y es que España no
puede, o no sabe, o no quiere comulgar con los nuevos tiempos, adaptarse a
ellos e incluso ser referente. Ahora, cuando los toros están siendo relegados ―tal
vez, al lugar que les corresponde―, cuando las peinetas se ubican en ceremonias
solemnizadas, con aires antiguos y procesionales, y las panderetas se han
dignificado ―aunque haya sido necesaria la televisión. ¡Bendita televisión!―, todo
parece abocarse en un esfuerzo, de nuevo, para no dejar de ser y mostrar al
mundo que si hay algo de diferente en este país es, precisamente, su
resistencia al cambio.
Y escribo todo esto por lo
sucedido en el Benidorm Fest, que sí, que fue festival, y de buenas canciones, y
también Fest, de festival mermado, pero no ciego, que fue más de ojo que de
oído. Porque en este Fest, se ha prescindido de la tradición y de músicas que
otorgan una personalidad potente, intensa, a esta diversidad nuestra. Se ha prescindido
de todo atisbo de genialidad, originalidad, osadía y riesgo. Se ha ignorado la
belleza de las melodías, de las armonías y de las letras con sentido, e incluso
se ha desentendido, cuando no repudiado, de la elegancia de la voz, es decir,
se ha negado el talento. En este Fest, un jurado ha apostado por la mediocridad,
por la verbena, por lo espoliario, y se ha erigido como única voz autorizada en
un claro ejemplo de despotismo deslustrado. ¿Typical spanish?
Benidorm Fest tiene, como
mérito y, lamentablemente, el más sonoro, la creación de una nueva seña de
identidad nacional: ha sustituido los toros y panderetas por tetas y culos, de
los que se miran e incluso se desean, pero a los que nadie escucha.
Nada nuevo en este paraíso de
ficción.
© j.c atienza.
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